por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: aquevedo
Recuerdo que aquella mañana escribí un larguísimo poema romántico. ¿Qué año era? El 91 o 92.
Tres o cuatro años atrás mis padres se habían mudado a Dubasari, Transdniéster;base de los cosacos, del décimo cuarto ejército soviético que tanto miedo daba a las tropas de la OTAN, a la Unión Europea, a los Estados Unidos y al planeta en su conjunto. En el Kremlin reinaba Boris Yeltsin.
Dubasari, para que lo sepan, es una pequeña ciudad, capital de distrito que, por aquel entonces carecía de calles medianamente bien asfaltadas y paradas de autobuses modestamente dignas, y contaba con muy escaso alumbrado público. Mi profesor de castellano, un tío muy cachondo que hablaba un españolcubano perfecto, lo llamaba en broma Dubos Aires.
Pues, como decía, escrito ya el poema, salí de casa y enfilé rumbo a la estación de autobuses, un simpático recinto que servía de retrete a las hordas de borrachos de la zona.
El viaje a Kishineu duraba una hora como mucho en el autobús de línea y había que cruzar el río Dniester por un puente muy sólido construido en los años del régimen soviético. Debo decir que mi madre ocupaba el ingrato cargo de Inspectora General de Escuelas. Digo “ingrato” porque nos hallábamos en medio de la guerra entre idiomas, rumano y ruso. Si a algunos les parece sangriento el combate entre el castellano y demás lenguas del estado español, no se imaginan lo que era aquello.
El autobús, un Ikarus amarillo lleno de gases de escape, rodaba a una velocidad normal, entre 80 y 90 kilómetros por hora, por una carretera que no se distinguía mucho del campo que la bordeaba. Unos tres cuartos de hora más tarde ya estábamos en la estación de autobuses de Kishineu. Quioscos de baratijas con altavoces a todo volumen, hombres de brazos tatuados y aspecto desaliñado empinando jarras de cerveza, babushkas vendiendo piroshki, una especie de empanadas con carne picada. Muy buenas, por cierto.
La cita había quedado fijada un día antes en una cervecería que no caía lejos de la universidad. A fin de ponernos ligeramente a tono con una birras hasta que se reuniera toda la pandilla y concretáramos el plan de batalla para el resto del día: qué restaurante, cuántos hígados y cómo conseguir fondos.
La juerga se prolongó hasta muy tarde y a uno, bastante herido por los ataques del alcohol, ya le tocaba regresar.
A casa.
En el autobús me quedé profundamente dormido. Creo que estábamos cruzando el puente cuando me espabilé un poco. Gritos, sirenas, tiroteo, focos de linternas militares apuntando nuestros rostros. ¿Realidad o pesadilla? Ya de vuelta en la estación de Dubos Aires el conductor, buena gente y con dos cojones, trataba de despertarme.
– Chaval, ya hemos llegado. Lárgate a casa que la cosa se está poniendo chunga. Ha empezado la guerra.
– ¡Qué guerra!
– Entre los cosacos y las milicias populares.
– Coño.
– Sí, coño. Cuídate.
Enfilé rumbo a casa, con andar tambaleante e inseguro.
– ¿Tú, adónde vas?
Quien me hacía la pertinente pregunta era un Kalashnikov que me miraba con el ojo del caño desde la oscuridad más cercana.
– Déjale, no ves que está borracho.
En casa mis padres me estaban esperando, rostros pálidos y brazos desmayados.
– Soy yo, ¿qué ha pasado?
– Nada, vamos a cenar.
Cenamos cualquier cosa y hablamos poco.
Antes de acostarme traté de recordar algunas cosas. Revisé también los bolsillos del abrigo. Había perdido un guante. Una pena, un guante de cuero. Pero un guante, nada más.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena