Por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: tooft
Cerca de la trinchera proscrita hay una ruinosa casa con jardín, que una promotora compró hace años para hacer adosados. Pusieron el cartel que anunciaba la próxima construcción, empezó la crisis y nadie volvió por allí.
La vegetación, sometida durante décadas al capricho del hombre, se ha convertido ahora en maleza. Y varias familias de gatos se han instalado en ella. La parcela tiene una valla de piedra, típica de esta zona, y una herrumbrosa verja de celosía verde que cualquiera, excepto los gatos, puede abrir. Ellos no lo necesitan, siempre son libres. Pero los gatitos más pequeños no pueden saltar la valla y se sientan delante de la verja a maullar lastimeramente. Pueden llegar a resultar muy enternecedores.
Nada hay más parecido al llanto de un bebé que un maullido, quizá por eso causen un sorprendente efecto llamada sobre algunas mujeres mayores. Que salen de sus casitas de familia de clase media para abrir la verja, adentrarse en la maraña del jardín seguidas por gatos zalameros, ponerles la comida, hablarles como si fueran bebés y acariciar a los que se dejen.
He llegado a contar hasta cuatro mujeres distintas.
No sé si las unas saben de la existencia de las otras, o si unas y otras se creen las únicas benefactoras de esos gatos pelotas, que se frotan con las piernas de todas como si cada una de ellas fuera la única. Me pregunto qué pasaría si la mujer A llegara un día un poco tarde y encontrara a la mujer B rodeada de sus gatos ¿Tendría celos como una amante despechada?
No lo sé.
Sólo sé que en este pueblo nunca ha habido tantos gatos.
Ni tantas abuelas sin nietos con el instinto maternal desatado.
De momento los gatos no son un problema. Y cuando empiecen a serlo las autoridades municipales llamarán a la perrera, y entonces el problema serán las mujeres.
Pero mientras eso sucede –y tal vez no suceda nunca-, ellas son felices con sus chiquitines.
Y los gatos hacen que el camino al trabajo parezca cada día diferente.