¿Crees que algún día podremos volver a ir a la playa en Semana Santa? me preguntó mi hija el otro día.
La memoria es selectiva y ella tiene idealizada la última Semana Santa que pasamos en la playa, hace ya seis años. Recuerda las magníficas piscinas del hotel –que ni eran tantas ni tan grandes -, el buffet libre, los baños en el mar y el olor a Nivea. Ha olvidado la tristeza que envolvió aquel viaje improvisado.
No me correspondía a mí pasar aquellas vacaciones con mis hijos, pero llevaban tres o cuatro días con las maletas hechas, nerviositos perdidos. Cuando quedó claro que nadie iba a venir a por ellos, reservé un hotel por Internet, hice mi equipaje deprisa y corriendo y nos fuimos a la playa en el cochecito. Entonces acabábamos de vender la casa familiar y el dinero era la última de mis preocupaciones. Ser una madre rica molaba: podías permitirte esas chulerías.
Aquella fue la primera vez que nos fuimos los tres solos. Mi hija, que entonces sólo tenía nueve años, ha olvidado lo raros que nos sentíamos en aquella gran habitación doble; lo diferentes que parecíamos en el comedor de hotel, rodeados de familias con padre y madre; la sensación de expulsados del paraíso que teníamos cuando nos cruzábamos con ellos en el paseo marítimo. Ella recuerda lo bueno. Yo recuerdo, sobre todo, la tristeza.
A pesar de ella, aquel viaje fue la primera prueba de que, aunque nos faltara un miembro, podríamos seguir funcionando como una familia. Meses después nos iríamos a México, de donde regresamos con las cosas claras.
De unos años a esta parte, pasamos las vacaciones de Semana Santa en el pueblo de mi abuela, en el refugio familiar que mi madre tiene allí.
Yo no echo de menos la playa. Si he de ser sincera, descanso mucho más con este sistema: mis hijos vienen unos días antes que yo con sus tíos, sus primos y su abuela; yo aprovecho para descansar de mis responsabilidades y divertirme un poco y, además, aquí puedo fundirme con el paisaje y ser uno más de los que se sientan a mesa puesta.
Me gusta despertarme por la mañana y oír los relinchos del caballo del vecino y el cacarear de las gallinas; ver a mi madre en camisón preparando el desayuno o la comida, hacer cosquillas a mis sobrinas, abrazar a mis hijos por sorpresa, liarme el primer cigarrito del día mirando el hermoso nogal del jardín, pasear con mis hermanos y quedarme hasta las tantas hablando de cosas que sólo puedes compartir con tu familia.
La memoria es selectiva.
Y mi hija todavía no sabe que estas vacaciones familiares en el pueblo la arroparán en las frías noches de la vida adulta.