por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: somosmalasana
El hombre en la sombra –no confundir con el hombre que me habla– me ha invitado a comer al sol en una terraza de la plaza de San Ildefonso, en el centro de Madrid, entre Malasaña y Gran Vía.
En mi juventud ésta era una zona muy degradada, pero en los últimos años se ha convertido en un barrio cosmopolita de gente joven, viajada y soltera: en ningún otro hay tantas tiendas de comida para llevar, ni se sientan sus clientes a comer en el suelo de la plaza como si estuvieran de pic-nic. Da la sensación de que todos ellos han vivido en Europa –esos Erasmus- el tiempo suficiente para aprender que la calle no es del concejal, ni de la policía, sino del ciudadano; tuya y mía, nuestra.
Los niños, que en otros barrios colonizan las calles, se ven en éste sustituidos por animales de compañía. Aquí todo el mundo tiene un look, los bares pueden ser peluquerías, librerías o salitas de estar, y hay muchos comercios que son un completo misterio para mí: por mucho que mire el escaparate, no acabo de saber qué venden.
Después de comer –en una mesa-, el hombre en la sombra y yo nos hemos ido a su casa, a seguir diseccionando la realidad en su salón, y Cris me ha llamado para decirme que, ya que estaba en el barrio más in de la capital, aprovechara para mirar algo de ropa: ella me lo regalaba por mi cumple. A eso de las siete me he despedido de mi anfitrión y me he ido de tiendas, deporte que dejé de practicar hace muchos años.
Merece la pena dar una vuelta por esas calles en las que todos los locales compiten por resultar innovadores, originales, atractivos, diferentes; cada tiendita tiene su propia semiótica e incluso, algunas, su propio mensaje. No he tardado en encontrar un bonito complemento para mi madre –aunque no estoy segura de que no lo vaya a encontrar demasiado moderno-, pero me ha resultado imposible entrar en ninguno de los vestidos que me gustaban: éste no es un barrio para madres trabajadoras.
Me ha dado pena no poder comprarme nada, pero la excursión ha merecido la pena. En cuanto me sobre un poco de dinero –de ilusión también se vive-, vendré de compras con mi hija, que es la que puede caber en la ropa de las tiendas de solteros.
Y con el regalo de mi madre en una bonita bolsa, he caminado hasta el aparcamiento, he cogido el coche y he vuelto a mi pueblo; donde casi nadie tiene look y la mayoría de la gente quiere parecerse a los demás.
Una respuesta a «Urbanitas»
Muchas felicidades y disfruta de tu día.
Afortunadamente, los no urbanitas ni camperos no somos de donde nacemos ni de donde pacemos, sino de donde nos de la gana, para eso somos de Bilbao…(uf, por cierto, ¿para qué sacar el peliagudo tema de las tallas de ropa…si seguro que ni aun acababas de hacer la digestión de cosas riquísimos que los adolescentes de la talla 38 ni han probado aun)?, que se torturen ellos porque aun no lo han probado todo…