Compro la leña en un sitio que no se ve desde la carretera comarcal, hay que coger un camino de tierra para llegar hasta la finca en la que venden encina, roble y, ahora también, caravanas.
Atrás quedaron los tiempos en los que llamaba por teléfono para que me trajeran 3000 kilos de leña, los tiempos en que quien me tomaba el pedido me preguntaba: ¿colocada o sin colocar?, a lo que yo contestaba invariablemente: Colocada, colocada; los tiempos en los que a diario yo subía los troncos del garaje al salón: los niños eran muy pequeños para cargar con nada, y él siempre dijo que la chimenea era asunto mío y no subía un tronco ni aunque lo mataran.
Entonces teníamos una chimenea cerrada –también se negó a tener chimenea abierta-, de diseño, de hierro negro, parecía una televisión de plasma que flotara a setenta centímetros del suelo; una maravilla. Frente a ella lo amé, mimé a nuestros hijos cuando estaban enfermos, procesé la muerte de mi padre y, avivando su fuego, decidí separarme para siempre de aquella chimenea y del estatus que conllevaba.
Ahora vivo en un segundo sin ascensor, no hay sitio para guardar tanta leña ni dinero para comprarla, la chimenea es abierta y mucho más pequeña. Una vez al mes, cojo el cochecito y conduzco quince kilómetros para ir y quince para volver. Y disfruto del paisaje con montañas nevadas al fondo, de elegir los troncos uno a uno, cargar mis dos carretillas de encina, pesarlas, pagarlas y colocarlas en el maletero.
Ya no soy aquella mujercita que sólo tenía que preocuparse de marcar el teléfono para tener la leñera llena. Ahora soy el hombre de la casa, el que sale a trabajar cada mañana, el que hace cuentas para llegar a fin de mes, el que no duerme pensando cómo pagar las facturas, el que da golpes en la mesa cuando las cosas se desmadran y el que se mete la mano en el bolsillo cuando los chavales merecen que pague su esfuerzo con dinero.
Pero el gato, ese cabrón al que prometí no querer nunca, espera a que mi primogénito suba la leña hasta el segundo, a que su hermana la coloque en la leñera y a que yo encienda la chimenea, para acoplarse entre mis piernas y mirarme exigiendo caricias.
A él no le engaño: sabe que, a pesar de todo, sigo siendo una mujercita frente al fuego.