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En la picota

por Juan Hoppichler
(que está en Colombia)
Fotografía en contexto original: radiosantafe

En la Picota hay cuatro mil quinientos presos sobreviviendo como pueden en este cantón avieso y enfermizo.
Para entrar hay que dejar las huellas digitales, dos documentos de identidad y, sobre todo, mucho tiempo. Son varios los controles y muchas las preguntas.

Sin embargo, cuando llegamos a las puertas de los pabellones, los policías desaparecen. Una vez dentro, son las mafias las que mantienen el orden. Entro con una misión religiosa y nada me puede pasar: me escoltan monjas con rosario en ristre y el Padre William, que se ha ganado con su inteligencia y dedicación el respeto de los criminales más brutales de Colombia.

Para llegar al pabellón 6, el de los extranjeros que han vulnerado la Ley 30 (tráfico de drogas) y que enfrentan una condena de no menos de tres años, hay que pasar por el pabellón tercero (delitos sexuales). Es todo un espectáculo atravesar el pasillo, todos en fila india por esa mediana imaginaria en la que los brazos de los presos, por muy largos que sean, no pueden alcanzarnos a través de las rejas. Escuchamos, eso sí, procacidades tan excesivas como incoherentes.
Susan, una cooperante canadiense que nos acompaña, está demasiado nerviosa. Le digo que no se preocupe, que las puertas están cerradas, que no pueden matarnos.

-De todo lo que podría pasarme aquí, créeme que la muerte es lo que menos me asusta.

Llegamos al Pabellón 6.
Un guardia que nos espera abre la puerta para cerrarla cuando entramos en el patio.
Hay un centenar de presos, más o menos, la mayoría tumbados al sol, otros inflando músculos con pesas hechas de hierro y cemento.
Nos repartimos según nacionalidades. Un ruso tatuado y sin dientes me pregunta en inglés de dónde soy.
-Spain.
-¡Pablo!¡one spanish!- grita dirigiéndose a un grupillo de pelados que descansan sentados en un esquina.
Un tipo de piel taladrada, tal vez gitano, se incorpora y me escudriña. Intenta sonreír y se acerca.
-¿Eres español?- me pregunta ofreciéndome la mano.
-Sí. Supongo que tú también- le respondo respondiendo a su saludo.
Se echa unos pasos para atrás, mira hacia unas ventanas que hay encima de mi cabeza y lanza un silbido tremendo.
-¡Marioooo!¡Baja que hay un paisano!
Asoma la cabeza un tipo con gafas que dice que ya va.
Pablo y Mario me dicen que son de Canarias.
Pablo ya conoce la cárcel en España y dice que aquí lo que peor lleva es la comida y no tener dónde dormir.
-Aquí, en La Picota, para tener cama hay que pagar a las mafias y como no tengo un peso, me toca el suelo del pasillo- me explica.
Mario parece un aficionado a Star Trek que lleva asustado más tiempo de lo soportable.
-Yo nunca me había tenido en líos, no tenía antecedentes, simplemente necesitaba dinero. Los primeros meses fueron los peores…me llevaron al pabellón 3 porque decían que aquí no había sitio- tal cual habla parece que se va a derrumbar, tiene la cara descompuesta.

Mi tarea como cooperante es darles conversación. Nunca reciben visitas de familiares o amigos.
Huelga decir que no sé qué decirles.
Afortunadamente aparece una de las monjas, que habla de pedirle fortaleza a Dios. Ellos no parecen muy convencidos, pero agradecen la calidez de la hermana.

Hablamos de la ineficacia de la embajada, de unos abogados especializados en narcotráfico que son peores que sus clientes.
Cuando me despido, me cuesta no emocionarme. Les veo como tipos ni más buenos ni más malos que cualquiera de nosotros, pero con definitivamente peor estrella.

0 respuestas a «En la picota»

Nunca deja de asombrarme tu manera de recorrer el mundo: en Calcuta estuviste cuidando de moribundos de lepra (si no me falla la memoria) en el centro de Santa Teresa, ahora en las cárceles colombianas… Me pregunto qué saldra (literariamente hablando) cuando todo lo que vives sedimente. Ahora estás tan cerca de lo que escribes… No dejes de escribir, algunos te seguimos de cerca.

¿Que cualquiera de nosotros? Yo no violado a nadie ni he traficado con nada. Todo esta muy bien menos la última frase. Con todo mi respeto.

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