A medida que me hago vieja, me voy volviendo más reaccionaria.
Yo lo llamo evolucionar.
Hace años creía fervientemente que hombres y mujeres éramos iguales.
Pero cuando me quedé embarazada por primera vez, empecé a sospechar que había alguna que otra diferencia importante. Era yo quien no paraba de engordar, y él quien se tomaba unos güisquis con los amigos para celebrarlo. Fui yo quien paría a nuestros hijos mientras él me daba la mano.
Y, aunque Bibiana Aído no lo sepa, no es lo mismo parir con dolor que acompañar en el parto.
En las pandillas de mis hijos, el treinta y cinco por ciento de los chavales llevan años sin ver a su padre: desde el divorcio, más o menos. Sin embargo, aunque sabemos que existen casos –anecdóticos-, no conocemos a nadie a quien lo haya abandonado su madre. No sé si el novio de Bibiana Aído se habrá traído a sus hijos a Madrid cuando llegó aquí siguiéndola a ella. Sería interesante preguntárselo.
Conzoco varias parejas en las que, por necesidades de la producción, el padre pasa mucho tiempo con los hijos. Demasiado. Los hombres no están hechos para cuidar de los niños como una madre: se amargan y gritan más que una mujer y se vuelven gruñones como una vieja beata. También tengo amigos separados que afrontan cada fin de semana alterno con sus hijos como un castigo divino.
Hace unos meses, en el pueblo de mi abuela, mi tío nos contaba que los que peor lo habían pasado allí en la época del hambre –toda su infancia y juventud- eran los huérfanos de madre: los viudos que no se alcoholizaban, no se volvían locos o no desaparecían volvían a casarse con mujeres que odiaban a sus hijos.
– Los hijos les venían grandes –admitió con cierto pesar.
– ¿Grandes? A algunos les venían enormes –apuntó mi tía-. Acuérdate del caso del Remolacha: se quedó viudo con tres hijos muy pequeños. Un día estaba en el bar y se enteró de que había estallado la guerra. Se tomó el vino de un trago, dijo que él tenía que ir a hacer la guerra porque él era comunista y un comunista no podía quedarse de brazos cruzados, salió por la puerta y se marchó a hacer la guerra él solo, con sus manos. Y dejó a tres niños solos. No me fastidies -resopló-, ése vio en la guerra la manera de librarse de sus hijos.
Mi tío asintió con la cabeza y sonrió tristemente.
– Ni siquiera llegó al frente: lo mataron a la salida del pueblo.
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¡Fascista!
Es tan sencillo como la diferencia entre dos lotes de hormonas: uno, testosterona en grandes proporciones; otro, un cocktail oscilante (y, para los de la testosterona, desconcertante) de hormonas que van y que vienen como las fases de la Luna. Igualdad de verdad sería tener todos el mismo cocktail. Naturalmente, por decreto.
Leí hace algún tiempo sobre un experimento que me impresionó. Alguien había inyectado oxitocina a ratas macho (¿ratos?), y había observado que los inyectados se apoderaban de crías ajenas y las cuidaban con afán maternal. Seguidamente, había inyectado un antagonista de la oxitocina en ratas hembra. ¿Resultado? Las inyectadas se comían a sus propios hijos.
Ya está, también, biológicamente comprobado, que las diferencias entre macho y hembra van más allá de un enfoque cultural.
Pero diferencia no es sinónimo de divergancia.
Hijadecristalero me encanta tu reflexión,en efecto,has madurado ,exactamente igual que muchas de nosotras,cuando llegas a esa conclusión todo es mucho más facil,a mi me ha costado muchos años pero creo que ahora con esa certeza en la mano vivo más tranquila y he dejado de preguntarme si mi marido procede de marte o de venus ahora sé simplemente que es un hombre.