Miguel Pérez de Lema
Internet está sirviendo para redescubrir, redimensionar, y valorar la influencia y el placer de lo bizarro. Somos hijos bastardos de esta última vanguardia, que pasó de tapadillo. Sólo ahora, tenemos abiertas y conectadas todas las fuentes primigenias de su estética.
Podemos ver hasta qué punto lo bizarro ha influido en la cultura popular -convenientemente liofilizado-, cómo generó sus códigos de transgresión y cómo se remasterizaron para ser digeribles por el gran publico.
Lo bizarro es raro, cutre, barato, obsceno, chusco, soez, y sin embargo resulta sibaríticamente sofisticado, hasta elevarnos hasta las alturas de lo sublime.
Cuando además es inocente de su potencial, es una obra maestra absoluta. Ahora los grandes museos de arte contemoráneo están dándose cuenta de que todo aquello del Fluxus y el cuentismo de Yoko Ono está bien, pero que la verdadera revolución artística de la postguerra mundial no sucedió en las galerías de arte sino en los quioscos y, especialmente, en ese material que se despachaba «por detrás». El juego subterrráneo.
No es tan extraño que lo bizarro, lo mejor de lo peor, salga de los márgenes y de lo marginal para elevarse al olimpo artístco. No es tan distinto estar al margen que estar por encima de la realidad, hosca, roma y achatada por los polos. Por eso acaba siendo tendencia.
Lo marginal y lo sublime, en determinadas condiciones de humedad, presión y temperatura, producen formas de lo angelical, también de lo diabólico, pero sobre todo son experimentos de libertad. Son iluminaciones profanas, éxtasis vulgares, estupor y osadía, y arrebato.
Pasados treinta, cuarenta años, de la publicación de las peores-mejores revistas bizarras, con sus páginas interiores pegadas de engrudo púber -ofrenda y comunión-, vemos sus portadas como culminación del arte pop, del que no hemos salido y somos -tú yo- epígonos manieristas de cuarta mano.
Esas portadas han quedado como hitos rotundos del arte plástico universal. Tan significativas, aprehensoras del espíritu de su tiempo, y anónimas, como las las hipersexuales venus prehistóricas, las estelas egipcias, o las bizarras criaturas de las fachadas góticas.