por Marisol Oviaño
Imagen en contexto original: Taringa
Abro el cierre de la trinchera proscrita y enciendo el ordenador.
Está tan viejo que tarda diez minutos en cargar, aprovecho para dar las luces y prender el incienso.
Cuando me siento, el ordenador ya está operativo, pongo música y abro el documento de Word por donde lo dejé ayer. Estoy trabajando con un libro que recoge las experiencias de una mujer que regenta contra viento y marea un piso de acogida para yonquis desahuciados, la mayoría con SIDA. La finalidad de la casa es que esos hombres reciban un poco de afecto y tengan una mano amiga a la que agarrarse para morir.
Es tan importante que alguien te coja las manos cuando estás muriendo…
Son algo más de doscientas páginas. Yo tengo que imprimirle ritmo y poner palabras a las emociones que la protagonista quiere transmitir. No es un libro en el que pueda trabajar muchas horas seguidas, me provoca continuas reflexiones sobre el amor, sobre la necesidad de amar, sobre la muerte, sobre si algún día en esa casa ingresará alguien que fue muy querido para mí y para mis hijos… Dos horas después de empezar, necesito hacer un paréntesis. Llamaría a el hombre que me habla para pedirle que me invitara a unas cervezas al final del día, pero creo que ahora le toca fase de no alineamiento; de modo que opto por colgar el cartel de “Vuelvo en diez minutos” y caminar hasta el chino a por una Coca-Cola y unos donuts de chocolate. No van bien para el hígado, pero animan el negocio. O, cuando menos, me animan a mí.
Cuando estoy cerrando la puerta, me encuentro con una amiga que saca de paseo a su hijo pequeño, un cabroncete de ¿siete meses? que mira y sonríe como si lo supiera todo. Y lo sabe. Pero poco a poco, lo irá olvidando. En eso consiste la vida. En aprender lo que hemos olvidado y en olvidar lo que hemos aprendido. Me acompañan al chino, y regreso al tajo.
En la puerta está esperando una mujer de aspecto interesante que quiere información sobre lo que hacemos. Ella tiene ganas de hablar y yo de escucharla, me da tema para varios artículos sobre la decencia que este país necesita. Una hora después, ella se marcha y yo trabajo un buen rato con mis yonquis, que, incansables, vuelven una y otra vez a escaparse de la casa de acogida para ponerse. Hace falta estar hecho de una pasta especial para darlo todo a quien nada te agradece.
Cuando estoy en mitad de una frase, entra un antiguo alumno a saludarme. Me pregunta si he ido a algún sitio este verano y, como vive solo y está deseando pegar la hebra, en cuanto le digo que estuve unos días en el pueblo de mi abuela, se lanza a disertar sobre las bondades y los inconvenientes de la vida en el campo. Me entretiene y me interesa la conversación, pero nadie me paga por esto y mis hijos tienen la mala costumbre de comer. Por fortuna, no nos alargamos demasiado y, cuando se va, todavía me da tiempo a avanzar tres o cuatro páginas más.
Cierro.
Me voy a casa a comer con mis hijos. Dejé masa de croquetas de jamón preparada, sólo tendré que envolverlas y freírlas mientras se hacen los guisantes que hay de primero. Los chavales están tan aburridos del verano que me están esperando como perros atados a la puerta de una panadería, brincan y mueven sus colas a mi alrededor para que les cuente historias que les hagan morirse de risa. Pero no estoy de humor: me toca la regla.
Mi hija me enseña la factura de la primera tanda de libros de texto, calculo que el montante total ascenderá a 400 euros. Por el libro de los yonquis, que me llevará muchísimas horas de trabajo (si las juntara, saldría casi un mes), cobro 600. Hace años, habría pedido el doble por hacer lo mismo. Hoy sé que si pidiera eso, los clientes saldrían corriendo. Y sé que todos los que trabajamos por libre en esta profesión ganamos mucho menos que hace años. Me maravilla que los libros de texto sigan costando lo mismo- o más- que cuando todos éramos ricos.
Ni el Estado, que no para de subir los impuestos; ni el padre de mis hijos, que no pasa pensión desde hace 4 años; ni los Ayuntamientos, que me deben dinero y también me suben los impuestos, ni los fabricantes de libros, parecen darse cuenta de que su público cautivo está en las últimas. La gran mayoría de la población las pasamos putas para pagar la vuelta al cole sin dejar de comer. Pero no importa, en la era Internet, seguimos obligando a los alumnos a comprar títulos nuevos cada año. En España batimos récords de fracaso escolar, pero no será por falta de libros.
Con la comida hecha, me siento a ver el telediario. Dan consejos a la gente para pasar la cuesta de septiembre: recomiendan que no pidan créditos personales, que mejor amplíen la hipoteca de sus casas para comprar los libros de texto.
Flipo, flipo, flipo.
En el mismo telediario, Zapatero dice desde Oslo que quienes están haciendo un curso de formación, no están en paro: están trabajando para el país.
Que alguien nos pase a todos, ya, el número de su camello.
Comemos, me tumbo un rato mientras mis hijos recogen la cocina y vuelvo a marcharme.
Tarde tranquila, puedo trabajar a fondo con los yonquis. En cuanto me descuide, acabaré de voluntaria yo también en esa casa.
A las nueve menos cuarto, cuando estaba pensando en acabar el párrafo y marcharme a casa, aparece el señor Triumph.
Sé que es inevitable que hablemos de la huelga del 29-S: él lleva años escribiendo una novela en la que los sindicatos son un personaje más, y yo llevo años regañándole para que termine de escribirla.
Me deja acabar el párrafo, echo el cierre y nos vamos a tomar una cerveza.
Compartimos lo que sabemos: el panorama empieza a ser tan desolador como preveían mis colaboradores más conspiranoicos.
Llego a casa a las diez.
Mi hijo todavía no ha llegado, hasta el 20 no empieza las clases. La niña y yo cenamos las croquetas que sobraron de la comida. Nos sentamos a ver una serie y llega el primogénito, que se organiza una cena fría con lo que encuentra en la nevera y se sienta con nosotras. A las once, apago la tele y me pongo a trabajar otro rato.
Navego por páginas en las que recalo de vez en cuando para tomar el pulso a mis congéneres. Una palabra empieza a repetirse en ellas con demasiada frecuencia: guerra.
Escribo estas líneas y las archivo.
Apago el ordenador.
Son las tres de la mañana.
Mañana será otro día.
.
0 respuestas a «Vómito»
Marisol, desde ayer que se desahogó conmigo una amiga recien divorciada con hijos pequeños contándome lo que pagaba de libros , estaba echando de menos en Proscritos alguna mención al escándalo de los libros de textos, la expresión de «público cautivo» es desde luego de las más adecuadas.
¡Qué injusto lo que hacen con los libros de texto a costa de los padres!
Espero que la palabra «guerra» que tanto has encontrado ayer sea solo pura casualidad de un mal día y si te ha causado inquietud, se haya disipado.
Lo que más me gusta del blog (y hay cosas muy buenas) son tus piezas geniales de costumbrismo en carne viva. Y esta en particular me ha encantado.
CUATRO LIBROS DE 2º BACHILLERATO: 160 EUROS.
CUATRO.
A CUARENTA EUROS EL LIBRITO.
SEIS de 3º de ESO me han costado 180 EUROS.
De momento llevo 340 EUROS.
No olvidemos el dato de que estas son tiradas de miles y miles de ejemplares, por lo que el coste de imprenta se abarata muchísimo.
Y todavía faltan la mitad por comprar.
Odio septiembre.
A parte de que las tiradas son enormes, podrían mantener tranquilamente las ediciones varios años (o establecer los propios colegios esto como norma de uso sin ningun coste), y hacer libros de textos sin que sean para rellenar por escrito por los alumnos, pero claro, mejor cambiar las ediciones ¡todos los años! para evitar el mercado de 2ª mano ni que los hereden los hermanos pequeños, que era lo habitual en mi infancia.
¿Quienes deciden que textos se usan en cada centro público? Igual los colegios privados pueden tener cierta autonomía para decidir si usan apuntes, libros, o fotocopias (no lo se, pero puede ser), lo que me intriga es quien parte el bacalao en los centros públicos y en los concertados.
Pero como los grupos editoriales sacan la pasta con esto y no con la venta de periódicos de papel, pues ni ellos ni los gobiernos que necesitan de ellos van a cambiar nada).
¡Qué asco!