Los niños se han ido a pasar unos días con sus primos.
El gato y yo nos enseñoreamos de la casa, él dormita en su sillón y yo ando en camiseta y bragas hasta el momento en que toca salir a la calle a reunirse con otros seres humanos. Pero, si no tuviera amigos que me sacaran de casa, podría pasar una semana sin cambiarme, duchándome sólo cuando hiciera demasiado calor. Miguel Pérez de Lema dice que los hombres necesitan una mujer a su lado porque un hombre no se viste si no hay una razón para hacerlo. Pero contemplo el aspecto de la mesa del comedor, enterrada en montañas de papeles, miro el hábitat que se ha desarrollado en estos días en la mesita que hay frente a la tele: cuencos de nachos, vasos con rodajas de limón en el fondo, latas vacías… A lo mejor también yo necesito una mujer que me dé caña.
Hace años que vivo sola con mis hijos. Son ellos quienes impiden que termine de convertirme en un hombre dejado de la mano de dios. Cuando cargas con todo el peso de la familia y te encargas de atender al enfermo, hacer la comida, llevar al coche al taller y consultar la guía Repsol, adquieres todas las responsabilidades que antiguamente se repartían entre la madre y el padre, el hombre y la mujer. Y, al mismo tiempo, adquieres sus privilegios: detentas todo el poder.
Y el poder es algo que, hasta hace muy poco, estaba reservado a los hombres.
Es lógico que ellos estén desubicados. A muchos los educaron para proteger a las mujeres y ahora se encuentran sin misión en el mundo, sin nada que dé sentido a sus vidas. A ninguna mujer con dos dedos de frente debería dejar de preocuparle este asunto: somos madres, hermanas e hijas de hombres.
Pero no hay soluciones fáciles para este gran problema ¿Deberíamos las mujeres renunciar a la libertad que hemos conquistado, volver a ser propiedad del hombre para que ellos recuperen su lugar en el mundo? Ésa es la propuesta de los musulmanes y los católicos más acérrimos: encerremos a las mujeres, cubrámoslas, librémonos de la esclavitud sexual. Porque, ésa es otra: a la independencia económica de la mujer, se une una perversa hipersexualización de la sociedad en la que niñitas de doce años que no saben nada de cómo funciona esto del sexo, van vestidas como rameras, y mujeres de cincuenta años operadas de todo que parecen muñecas sin expresión, van vestidas como niñas. El otro día, un amigo me comentaba que ahora, en verano, empieza a sentirse agredido por la casi desnudez con la que las mujeres se pasean por su calle. Hasta yo, que además de hombre soy mujer, podía comprender de qué estaba hablando. Si al final los moros van a tener razón, ya verás.
Pero ¿qué se puede hacer? No podemos pedir a las mujeres que vuelvan a someterse al yugo. Por lo menos, no podéis pedírmelo a mí. Detento todo el poder que tuvieron mis abuelos, mis bisabuelos y mis tatarabuelos hombres, y no estoy dispuesta a renunciar a él. Si hubiera una hecatombe y llegara al Gobierno un partido que propusiera la vuelta a la mujer en casa y con la pata quebrada, no dudaría en armarme y salir a la calle a defender mi libertad; no dudaría en arriesgar la propia vida.
Pero el hombre necesita sentirse parte de algo, si la mujer se apropia y le excluye de la familia ¿qué será de él? No creo que la solución esté en reconducir a palos a las mujeres escapadas al redil. Quizá lo mejor que podría pasarnos sería que todo reventara y tuviéramos que reinventar la familia regresando a antiguas organizaciones tribales, como el matriarcado.
Pero conste que todo esto sólo son elucubraciones. El día que tenga la fórmula mágica que solucione todos los problemas, seréis los primeros en saberlo.
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Como sin duda sabes, hay muchas formas de organización de las familias, probablemente ninguna perfecta a menos que esté integrada por bonobos. De todas ellas, la que nos rodea a ti y a mí es, en mi opinión, la más indeseable. Confieso que no conozco la solución al problema que planteas, pero se me ocurren dos puntos de inflexión: la aparición del romanticismo, nefasta porque sustituye el amor por el enamoramiento; y la ‘liberación’ de la mujer, que identifica el rol del hombre en la familia con la esclavitud automática de la mujer.
Es cierto que la dependencia económica se presta a abusos, pero también es cierto que ya no se educa a los hombres para cargar con las responsabilidades económicas de la familia. Igual que no se educa a nadie para el amor. El matrimonio es en nuestros días una película de Walt Disney que no resiste el choque con la realidad; no una nave que para resistir sin zozobrar tendrá que afrontar terrribles tormentas. La lucha y el amor unen a las personas. Con esos dos ladrillos, a mí igual me da matriarcado que patriarcado que tribu que bonobos.
Absolutamente de acuerdo con Ricky, especialmente en lo que se refiere a la nefasta influencia del romanticismo made in Hollywood. En cuanto a la desorientación del hombre, no sería tan grave si las mujeres hubieran recogido el testigo con responsabilidad pero me temo que, como apunta hijadecristalero, cuando acceden al poder tienden a comportarse como cualquier hombre de los de antes…
Hum, lo del romanticismo de Hollywood… ¿no sufrían de enamoramiento Romeo o don Quijote?
No creo que los matrimonios de antes funcionaran porque a la gente se la educaba para el amor, sino que la gran mayoría aguantaban juntos porque no les quedaba más remedio. La única educación que recibían hombres y mujeres hace cincuenta años, era la de aguantar, aguantar y aguantar.
En muchas ocasiones, es mejor que un matrimonio no aguante el choque con la realidad y se disuelva, que perpetuar la condena de dos seres que vivirán amargados y amargando a sus hijos.
Cuando decidimos casarnos o tener hijos, solemos estar enamorados y no sospechamos que la felicidad de hoy puede convertirse en el infierno de mañana. No creo que fuera bueno que renunciáramos a lo que vosotros llamáis “enamoramiento”, pero sí que investigáramos las maneras de pasar de éste al amor (que no obliga a convivencia) sin que ambas partes se conviertan en enemigos irreconciliables.
Aunque el problema de fondo para mí no es que la gente se separe, sino que una sociedad diferente de la de nuestros abuelos, necesita unos pilares diferentes.¿Cuáles? Como vosotros, no lo sé.
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A mi me parece que la solución no puede estar en regresar al pasado, ni a un pasado real, ni aun pasado «ideal» (del matriarcado, de la poliandría, o yo qué se).
Está claro que la sociedad actualmente va cambiando de paradigma familiar, y se impone la familia monoparental, y la familia de dos progenitores cada uno con su prole y eventualmente con algun hijo en común, y que suele ser una familia de uso y disfrute temporal. Es lo que hay, puede asumirse o no.
Tambien hay familias, pues lo son, de parejas sin hijos (como paso transitorio hasta tenerlos o no tenerlos nunca), y cada vez con mayor responsabilidad de cada uno hacia si mismo y hacia el otro, donde hay deseo,amor y amistad en unos casos, o puro y simple egoismo como siempre.
Pervive la familia nuclear del S. XIX, pero en constante tensión, los hijos se rebelan, las madres y los padres tambien, cada uno de la manera que sabe.
Siempre habrá familia, pero irá cambiando su paradigma. Yo quiero apostar por la responsabilidad que acertadamente menciona Antonio Santos, pero lo mismo pierdo la apuesta…
Tampoco encuentro la solución ante estas dudas tan gigantes. Solo se trata creo como Marisol comenta, que queden en pie algunos pilares, quizás pulverizados pero recuperables en donde descanse y reflote el amor a través de los tiempos.Susana (una mujer argentina).