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El guru y otras hierbas, 63

por Tímido Celador

Laura se sentía mal porque iba a dejar a un pobre loco que había sido bueno con ella para irse a Nueva York a labrarse un hermoso destino.
Necesitaba consuelo.

A lo largo de la noche me confesaría que me había deseado desde la noche que nos conocimos. El Guru sólo había sido un paréntesis en su deseo hacia mí, del mismo modo que él sólo había sido un paréntesis en su vida, que sería mucho más grande que las vidas de paciente y celador juntas. Él y yo sólo habíamos sido muescas que envejecerían antes que otras en su culata y, de alguna manera, eso nos igualaba.

Pero era yo el que estaba allí y ella ya había roto cadenas sentimentales con él.
Y los dos sabíamos que en unas horas pasaría a buscarla un taxi que la alejaría para siempre de mí, que aquella noche sería la última, que sólo nosotros sabríamos lo que habría sucedido allí.

Ella necesitaba consuelo.
Y yo se lo di.
Toma, toma y toma.

Pero yo no pensaba en eso cuando alguien me zarandeó para despertarme de mi plácido sueño.

– Es hora de despertarse, don Juan.

Conocía aquella voz femenina, rota y profunda. Ya me había excitado antes.
Sin abrir los ojos, tanteé el colchón con la mano y encontré frío el lugar que Laura había ocupado.

– Se fue hace una hora- me aclaró aquella voz que me provocaba una insoslayable erección-. Salía su avión y no quería despertarte, te ha dejado un beso de carmín en el espejo del baño.

La Sacerdotisa estaba sentada en el borde de la cama. Yo estaba tumbado boca abajo, sentía sus nalgas muy próximas a mis muslos. Entreabrí un ojo y calculé, por la luz que entraba por la ventana, que no serían más de las cuatro. Y era mi día libre. La Sacerdotisa metió sus dedos a modo de peine por mi nuca y se agachó a susurrarme al oído:

– Venga, perezoso…

Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, estaba debajo de mí ofreciéndome la espalda, moviendo la grupa mientras mi polla la cabalgaba.
Toma, toma y toma.

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