por Juan Hoppichler
Todo empezó una noche en Chinatown. Yo volvía de madrugada al hotel cuando tres árabes me rodearon. Me preguntaron si tenía algunos dólares de mala manera, como si buscaran una contestación impropia como excusa para pegarme. Les dije que no, que yo mismo era un extranjero y que acababa de llegar. Al enterarse de que era español, su actitud cambió radicalmente y me dieron palmaditas en la espalda y chapurrearon algo así como «¿qué tal, amigo?». Al día siguiente me invitaron a trasladarme a su casa en los suburbios. Llevo una semana perfectamente integrado en su garaje pagando una tercera parte que en el hotel (si bien ahora que les conozco mejor estoy convencido de que su primera intención conmigo era la de patearme).
Los suburbios son el escenario americano. Nos engañan en el cine al mostrarnos rascacielos y bulevares neoyorquinos. Estados Unidos es espacios sin densidad ni alma, carreteras y casas unifamiliares en condominios anudados entre sí por centros comerciales, terrenos para fast foods replicados cada pocas millas en torno a las autopistas y pasos a nivel e iglesias simplonas de variopintas escisiones protestantes. Aquí la ciudad no es fea, es inexistente.
En uno de esos territorios banales estoy ahora. Vivo a menos de una milla del centro comercial más próximo, pero es complicado ir andando: hay toda una compleja infraestructura de carreteras y vayas que convierten en una misión suicida intentarlo. Así que los libios me tienen que llevar en coche. Una vez allí, comemos basura, hacemos window shopping en tiendas de ropa deportiva y volvemos a casa a jugar con la Play Station (sobre todo al juego ese en el que eres un dealer que pega a las ancianitas por la calle)
Me llamó desde un principio la sensanción de seguridad que hay en estas zonas residenciales. Anoche entendí algo del porqué. Se me ocurrió salir a pasear y al ver un banco me senté. Como la noche era clara, me tumbé a mirar las estrellas. No pasaron ni cinco segundos cuando un coche se paró a mi lado. Un voz me espetó desde dentro que ése no era sitio para dormir. Al mirar vi cinco tipos con pinta de delincuentes algo sobrados de sustancias. El que me había hablado me enseñó una placa. Eran pues un tipo de calaña distinta de lo que me habían parecido al principio. Cuando les dije que lo sabía, que sólo estaba descansando notaron que era extranjero y me pidieron la documentación sin que pudiera terminar mi explicación. Sólo llevaba en DNI. Al principio me dijeron que no les valía, eran realmente chulescos. Sólo me dejaron en paz cuando les solté que era european student y que estaba en una host family (supongo, claro, que imaginaba una familiar blanca feliz y piadosa, no a mis tres libios) – En fin, que ahora sé que estos suburbios son tan idílicamente seguros: porque tienen perros que se encargan de amedrentar a quien no es de allí.