por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: planocreativo
La primera pantalla semiplana que vi fue en casa de Alberto Guerra. Construyó un lugar especial en su casa para recibirla. Era importada, gigante, medía unas 60 pulgadas. No recuerdo la marca, pero con seguridad no era Zonda. En esa televisión a través de una poderosa parabólica veía partidos de Argentina o Brasil. Ayudado por casettes Betamax, estudiaba una y otra vez los movimientos de sus jugadores, previamente grabados en los entrenamientos del Club Chivas.
A mí jamás me han gustado las televisiones de gran tamaño. Si iba a su casa no era tanto por el fútbol, sino porque estaba perdidamente enamorado de Gloria, su hija. Nos habíamos conocido en la Universidad. Fue amor a primera vista y ella fue la musa de mis primeros poemas, los que titulé: Los días inútiles. Le escribía versos, a diario le dejaba flores en su casa, algunas veces le llevé serenata y esperaba en la esquina a que volvieran los músicos con cajas destempladas, salía muy amablemente a despedirlos, porque su papá al día siguiente tenía entrenamiento muy temprano. La amaba en secreto. En la Universidad ella renegaba conmigo y con los demás compañeros por ese admirador que de nuevo la había desvelado, y todos opinaban que no había nada de romántico en su cobardía.
Mañana que vayamos a su casa a ver el partido, en el medio tiempo le declaro mi amor, me decía, le confieso que soy yo el de los poemas y las rosas blancas. Frente a la televisión, escuchando a Fernanda hablar con sus muñecas, me perdía las jugadas del Pituko López, los pases de Benjamín Galindo, las fintas de Zully Ledezma. Se me iba el juego mirando a Gloria. Si ganaban las Chivas la euforia era tal que la noticia de mi amor pasaría desapercibida, y si perdían, el ánimo estaba tan por los suelos que, estaba seguro, no sería el momento oportuno para declarármele.
Así pasaron los meses, llegó el mundial México 86, bailamos Zamba y sonamos trompetas con los brasileños. Ely, su hermana, cumplió 15 años y lo celebró con una gran fiesta de luz y sonido, ya tocaba la guitarra y me mostraba las letras de sus primeras canciones. Antes de terminar el primer año de la Universidad, mientras estudiábamos en su casa para los exámenes de fin de semestre, veía llegar a Alberto Guerra con Fernando Quirarte o Yayo de la Torre, los dos jugadores que golearían al Cruz Azul, 3-0 en el campeonato de liga 1986-87. El primero metió gol de cabezazo en el minuto 29 y el segundo, los siguientes dos goles. Yo no quise acompañarlos al estadio. A Gloria le gustaba seguir el juego desde la tribuna Chiva, en medio de la gran porra, a gritos y sombrerazos ella, su madre, sus hermanas y tías, azuzaban a los jugadores, gritaban porras y mentadas de madre. También lloraban.
Ese domingo de campeonato lo celebramos durante muchos días más y antes de comenzar el juego de la siguiente liguilla, a Arturo y a mí, Alberto Guerra nos habló de las tácticas de ataque en la cancha y en el terreno del amor. Son las mismas fintas, nos dijo, sólo cambia el entrenador. Pero cómo decirle que yo estaba enamorado de su hija, que, cuando nos invitaba a su casa a ver el fútbol, yo no veía a los jugadores correr tras la pelota, sino que disfrutaba los 90 minutos del partido, embobado, viendo a Gloria en el reflejo de la gran pantalla, como un gol fuera de lugar en mi corazón.
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Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006