por Juan Hoppichler
Tengo muy presente el libro de Luis Racionero Memorias de California, donde recuerda sus años de estudiante en la Costa Oeste. Hay un momento glorioso en el que cuenta que nota algo raro en sus relaciones con los estadounidenses. Es al subir al autobús, dice, al conversar en los bares o en clase, no sabe bien qué es, pero está ahí. Al cabo de un mes o así tiene una epifanía y lo verbaliza: «los americanos no tienen mala leche». No son como los españoles, con su bilis y esas conversaciones en las que parecen esperar que les des pie para hacer una burla zafia a tu costa, no, aquí hay un respeto casi infantil por el otro.
(-Me gusta el civismo de esta gente- me dice una señora italiana que ya lleva años viviendo aquí- limpian las mierdas de los perros aunque no haya un policía sancionador cerca.
Es otra manera de decirlo.)
Me doy cuenta de que he estado deambulando por esta ciudad vencido por el sueño, el hambre y cierto miedo a hacer nada por estar sin un céntimo. Ahora que duermo y como, empiezo a ser consciente y a moverme más. Me he matriculado en un curso para sacarme los títulos necesarios para estudiar un postgrado aquí – just in case. También estoy saliendo del downtown y me he aventurado en autobús por los suburbios (que allí llamaríamos urbanizaciones): más allá de la comida barata me han horrorizado esos territorios hostiles al peatón donde todo es igual y no hay absolutamente nada que hacer o ver.
Mi primer 4 de Julio ha sido interesante. Cientos de miles de personas nos reunimos en los parques y paseos que hay en torno al río Willamette; vimos los fuegos artificiales y antes de la medianoche, nos volvimos ordenadamente a nuestras casas. Vi cómo quedó la zona una vez la masa se hubo retirado. No había basura, desperfecto alguno, ni ríos de orín por doquier. Curioso pueblo este.