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El guru y otras hierbas, 61

por Tímido Celador

Hoy estoy de noche.
La planta está tranquila, pero el Guru no está en su habitación. La terraza del fondo del pasillo está abierta, y me dirijo hacia ella con una sonrisa en los labios: es el sagrado altar en el que la Sacerdotisa me regaló una noche inolvidable.

El olor a marihuana me confirma que no ando errado. El Guru tiene la vista clavada más allá de los árboles, más allá de los arbustos, donde se supone que está la casita. Mi entrada en escena no le distrae de su observación, y reparo en que, a pesar de lo frondoso que está el jardín este año, se entreven las luces encendidas del salón de la casita.

– Hacía mucho tiempo que no teníamos visita ¿Quién está allí?- pregunto para que repare en mi presencia.
No contesta y me tiende el porro. Y, por primera vez en mi vida, acepto. Aunque no sé muy bien qué hacer con él. No sé si quiero darle una calada. Me siento a su lado con el canuto entre el pulgar y el índice: el colmo de la virilidad, vaya.

– Están nuestras dos mujeres: Iris y Laura.

Su respuesta me pone tan nervioso que, sin darme cuenta de lo que hago, me llevo el porro a los labios y doy una gran calada que me parte el pecho. Empiezo a toser con violencia, pero ni siquiera eso me consigue una mirada del Guru; y no me arredro: estoy harto de ser un principiante. Cuando la tos me da una tregua, doy una segunda calada.

– No fumes más, esta maría es muy potente y tú no estás acostumbrado- dice quitándomelo con delicadeza.
– Pero ¿qué hacen allí las dos juntas?

Levanta una mano para que me calle y ladea la cabeza como un perro de presa que hubiera oído algo sospechoso. En el silencio de esta noche de agosto nos llegan las voces de las dos mujeres como un murmullo lejano e ininteligible. Oímos un coche que arranca y no tardamos en ver las luces del utilitario de Laura cruzando el jardín, rumbo a la verja, que se abre automáticamente.

– Ahí va…Rumbo a Nueva York- dice como si pensara en voz alta.
No entiendo nada y le quito el porro de las manos para darle otra calada. Esta vez mis pulmones aguantan como los de un hombre.
– Pero ¿qué tiene que ver la Sacerdotisa en todo esto?
Por primera vez desde que he llegado, me mira con los ojos semicerrados, como si le costara enfocarme o no entendiera la pregunta.
– ¿Iris?
– Sí, Iris.

Se encoge de hombros, como si yo hubiera hecho una pregunta de respuesta obvia.

– Ella es la que consigue las becas.

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