El hombre que vive al filo y yo somos las dos caras de una misma moneda, no importa los kilómetros que nos separen.
Él parte un poco del jamón que me regaló el amigo Páez mientras yo preparo un arroz blanco, su estómago no tolera otra cosa desde que ha vuelto de la India. El gato -que ya ha olisqueado obsesivamente su cazadora, se ha subido sobre él para que lo acariciara y le ha enseñado las uñas- lo vigila atentamente desde una estantería del salón. Mis hijos están cada uno en su habitación: aprecian a el hombre que vive al filo, pero le conocen bien y temen su incontinencia verbal. A mí, sin embargo, me encanta escucharle.
Después de la cena, los cachorros regresan a sus guaridas y nosotros dos nos sentamos en el sofá. A pesar de que la calefacción está encendida, él está muerto de frío y, no contento con la manta de cuadros que le tapa las piernas, se echa mi chaqueta negra por los hombros y se pone la capucha. Parece doña Rogelia con pañuelo y toquilla, y mis hijos no pueden contener una sonrisa cada vez que entran en el salón, es imposible que le vean como a un enemigo.
Es un hombre sin plan. Hoy está aquí, mañana ¿quién sabe?
Sus únicas ataduras, sus hijos, están a salvo con la madre; que quizá esté sentada en el sofá de su casa con otro hombre que también haya dejado a sus hijos a cargo de su exmujer. Somos las dos caras de una misma moneda, reflejo consciente de la decadencia occidental, excombatientes de la guerra de sexos. Hace mucho tiempo me dijo: «Aunque yo no voy a desaparecer de la vida de mis hijos, comprendo perfectamente a los hombres que lo hacen, como tu exmarido». Yo les comprendo a ellos. Y comprendo las fatiguitas que estará pasando su exmujer. Comprendo que todos estamos pagando un precio, que la libertad no era gratis.
Desde la última vez que nos vimos, los dos hemos aprendido mucho. A pesar de que el hombre que vive al filo ahora actúe como un lobo estepario, sigue creyendo que la unión hace la fuerza, y que la única salida a la crisis es la vuelta a la vida comunal. Pero yo tengo mis dudas, creo que la mayoría de la gente prefiere delegar el poder en otros, y nos dan las tantas hablando en el sofá.
Por la mañana me despiertan su voz y la de mi primogénito, que está desayunando para irse a trabajar. El hombre que vive al filo ya se ha vestido y me espera, perfectamente peinado, para desayunar conmigo y seguir su camino. Se le ve contento porque hoy va a ver a sus hijos, y nos despedimos con un gran abrazo.
Ha dejado la habitación de invitados más ordenada de lo que estaba, su visita me ha traído su buen rollo y no me ha supuesto trabajo extra. Quizá tenga razón, quizá la única salida sea un sistema en el que todos aportemos lo mejor de nosotros mismos y nadie sea una carga para nadie.
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