por hijadecristalero
Fotografía en contexto original: wawis
Ella hervía de rabia mientras mi hija y yo bajábamos por la calle charlando animadamente. Si pudiera, me denunciaría a la Santa Inquisición y echaría leña a mi hoguera. Tal vez lo haya hecho en otra vida y yo no me acuerde. A ella el rencor le impediría olvidarlo.
Tiene la mirada desconfiada y el rictus de amargura de quienes se alegran de las desgracias ajenas y rechinan los dientes ante los éxitos de los otros, que interpreta como afrentas personales.
Cualquier mujer brilla a su lado.
Por eso nos odia a todas.
Mientras mi hija y yo bajábamos por la calle charlando animadamente, sentí su veneno. Busqué con la mirada el origen de tanta energía negativa y la encontré allí, con su marido, un hombre grande y feo que, si hubiera estado solo, me habría recibido con una gran sonrisa y se habría esmerado en hacerme reír. Él comenzó a levantar el brazo para saludarme, pero ella masculló algo entre dientes y él bajó el brazo y hundió la cabeza entre los hombros, concentrándose en mirarse los pies con alegría de pollo deshuesado.
Pasamos junto a ellos y saludamos con una gran sonrisa: Hola ¿qué tal?.
– No puedes dejar ahí la lavadora – me espetó ella, como quien pone una zancadilla.
Lo había hablado con todos los vecinos: iba a dejar una lavadora en un punto muerto del espacio comunitario durante un par de horas, mientras los amigos que la habían cargado hasta el portal- no tenemos ascensor- esperaban que saliera de trabajar un tercer amigo con la furgoneta. Y la respuesta de todos los miembros de la comunidad, incluido su marido, había sido: no te preocupes.
Pero allí estaba ella, adalid de la decencia y las prohibiciones, consumiéndose en el desabrido caldo de su odio. Pasando un mal rato, sufriendo, reconcomiéndose… Y ¿para qué? La lavadora pronto desaparecería de las vidas de todos. Excepto de la suya: la lavadora en el portal seguiría allí para siempre, jodiéndole la existencia sin que a nadie le importara.
Sentí una profunda lástima por ella y estuve a punto de explicarle, con la mejor de mis intenciones, que si follara más, no estaría tan preocupada por los espacios comunitarios, su marido no miraría a las mujeres sonrientes como a la Tierra Prometida y su hijo no sería el friki del que se ríe todo el pueblo.
Pero cuando la miré, vi en sus ojos el fuego del infierno. No en el que yo acabaré ardiendo, sino en el que ella está quemando la única triste vida que tiene. Y mis amigos ya pitaban alegremente desde la furgoneta para que les abriera la puerta del garaje.