por Marisol Oviaño
Fotografías: Lola
Cuando la vida merece la pena, no puedes temerle a la muerte.
Y cuando no temes a la muerte, no le temes a nada.
Y cuando no le tienes miedo a nada, haces lo que te da la gana.
Porque sabes que ahora estás aquí, pero no dónde estarás dentro de un rato.
Aunque tengas un plan, aunque todo esté previsto, aunque lo apuntes en tu agenda.
De niña estaba muy atenta a los ruidos de la muerte:
Un niño se mató al cruzar la calle sin mirar.
Otro se cayó de la bici estando parado, con tan mala suerte que dio con la nuca en un bordillo y se quedó allí.
A otros les dio la polio, la meningitis, la leucemia…
Los niños morían a nuestro alrededor, pero nos educaban como si fuéramos inmortales.
El día de mañana, decían los adultos.
Si llega, pensaba yo.
Ya con dieciséis primaveras y un incontestable par de tetas, coincidí en un concierto de los Rolling Stones con unos chavales que vivían en el pueblo en el que yo veraneaba. En el pueblo nos mirábamos como los burros a los aviones, pero en el Vicente Calderón nos abrazamos como si fuéramos íntimos. Vi todo el concierto a hombros (la costura y el calor de mi inocente vaquero clavado en su nuca durante horas) de un recio y alto chaval llamado Paco, que se mató horas después volviendo a casa borracho como una cuba.
Unas semanas después murió Fernando, amigo de los hijos mayores del socio de mi padre. Un chico sano, que ni fumaba ni bebía: escalaba montañas. Y su madre sufría por ello cada fin de semana y envidiaba a las que tenían al borrachín de vuelta en casa a las tres de la mañana. Fernando murió dando un inocente tropezón en un tranquilo paseo por el campo: de nuevo la nuca.
De nuevo la muerte.
Llegarían después los que morían por sobredosis o no regresaban del viaje.
Los que morían sobre la moto o dentro de un coche.
Los que morían de sida.
Los que morían de cáncer.
Los que tenían el primer infarto a los treinta.
Los que tenían el último a los cuarenta.
Cuando me dijeron que la hija que esperaba podría morir, pensé que era un castigo. Que a nadie, salvo a mí, se le morían los hijos. Pero pasé larguísimos meses en un gran hospital, comprobando que morían los hijos de mucha gente, aprendiendo que era una privilegiada: vivía en la misma provincia del hospital – otras madres tenían que dormir en mugrientas pensiones y lavarse las bragas en el lavabo- , sabía leer y escribir, tenía el amor de un hombre bueno, una familia que me sostenía, amigos que nos sacaban de copas cuando el padre de la criatura y yo no podíamos más, y resistencia.
Mucha resistencia.
Y mucha fe.
Mi hija no se iba a por morir.
Por mis cojones.
De vez en cuando, para llevarme la contraria, a mi niña le daba por morirse y yo me mosqueaba.
Salía a fumarme un cigarro de tres caladas, regresaba a su lado y le decía con aliento a tabaco mientras me arremangaba para darle un masaje:
– Ni de coña.
Niños que estaban mucho mejor que mi hija, morían. Y ella, por la que ningún facultativo había apostado nada, seguía batiendo marcas. De cuatro días de vida pasamos a seis meses, de un año vamos ya por catorce.
La vida sólo tiene un sentido: luchar por seguir vivo.
Y seguir vivo es exponerse.
A perder.
Y a ganar.
Vamos a morir de todas formas.
Así que, relájate y disfruta.
0 respuestas a «Lo que sé»
Marisol:
Un texto conmovedor. Dale un abrazo a los hijos y diles que en Xalapa nos acordamos de ellos. Un abrazo y mucho cariño