por Robert Lozinski
Fotografía en contexto original: frontnews
Otra baja en Afganistán. Un rumano cualquiera que dejó mujer, un hijo y otro de camino, una madre que reza para que le traigan el cadáver, un padre que recuerda haber tenido una corazonada, y una abuela, fíjense bien, que llora diciendo «soy yo quien debía morir, él era tan joven».
Un muchacho sencillo, de pueblo, de condición más que modesta. Puede que ir a la guerra fuese para él la ocasión de progresar que todos esperamos una vez en la vida. Un sueldo algo mayor que el de un profesor como yo, por ejemplo. Menos mal que los alumnos te tiran pipas y chicles y no te disparan balas.
Hay quien le envidia el uniforme, las botas militares y la comida gratis. Frijoles en la mayoría de los casos, nunca langostinos. Y de postre el eterno cigarro que después de alguna misión puede que le sepa incluso dulce. El ejército rumano siempre ha sido pobre y escasamente pertrechado. Contra los turcos luchó con los aperos del campo. Guadañas, hachas, horcas, todo valía. Herramientas que en manos fuertes de campesinos cumplían maravillosamente también la labor de segar cabezas. Como el enemigo estaba mejor armado, recurrían al viejo método de las emboscadas. Dicen que no eran hombres, sino árboles, los que enviaban flechas. Muy pocos se creen ya esas historias.
El solado rumano murió porque un artefacto artesanal ha explotado bajo el carro de combate reventándole el blindaje. El ejército afgano también es pobre, pero cuenta con la ventaja de conocer el territorio, las montañas, las piedras. Se las arreglan como pueden los guerreros afganos y son valientes, con dos cojones. Para ellos el invasor es el invasor a secas aunque se pinte el casco de azul o verde y no distinguen entre un automatizado rambo norteamericano y un pobre diablo de una remota aldea balcánica con yelmo y coraza de cartón.
En el aeropuerto, la caja con el cuerpo sin vida es acogida por el presidente. Discursos, procesión militar, trompetas, promesas, honores. Todo eso. Mucho teatro, claro. Al tercer día lo tienen que enterrar. Tres días de lágrimas, rezos, súplicas y el eterno icono que reposa a la cabecera del difunto. Tres días, según la costumbre, de guardar el cadáver en casa paterna, no vaya a ser que no esté muerto del todo y lo entierren con restos de vida en el cuerpo. Si, por un milagro, despierta, ahí está el icono de toda la vida, la foto de sus padres, el viejo armario donde se escondía cuando era pequeño. Todo este entorno tan familiar y tan querido. El caso es que no despierta. Su madre aún no se lo cree y rompe otra vez en sollozos secos, sin lágrimas ya. El padre le pone la mano sobre el hombro en un intento de tranquilizarla, ya está, no hay nada que hacer, pero la mujer no desiste, lo sigue llamando por los nombres más cariñosos que le
ponía cuando era niño, no es más que un sueño, un maldito sueño.
Cuando el soldado rumano esté a dos metros de profundidad bajo tierra, yo estaré terminando de escribir este artículo que a estas alturas se me antojará ridículo e innecesario. No es una muerte inventada la que describo, no es un fragmento de una novela. La palabras se me quedan cortas para abarcar toda su dimensión real, todo su infinito.
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Robert Lozinski es autor de La ruleta chechena
0 respuestas a «El soldado rumano»
Sobrecogedor el art. se nota que no es invento, es vivencia.Tuve la desgracia de ver en mi país escenas parecidas en nuestra disparatada lucha desigual x Las Islas (Malvinas)con los ingleses; jovencitos de bajo poder adquisitivo (casi todos)convocados x un falso y acomodaticio amor a la patria de los gobernantes militares de turno.Nunca olvidaré sus sonrisas espontáneas, sus trajes verdes limpios y abrigados,sus rostros desafiantes (algunos x primera vez se alejaban de su humilde casa, para llegar a un lugar ignoto y fantasiado que les prometía un regreso triunfal y hasta quizás, vivencias que x ser diferentes a su carenciada vida los llenaba de euforia.Retuve en mi memoria las manos y los pañuelos de sus padres y abuelos,como garantías de prontos retornos.´Los diezmaron, los engañaron,murieron de frio, de hambre,con dolor,luchando como héroes y llorando como chicos.Volvieron pocos, ya no eran los mismos. Una vez al año el Estado paga un traslado a «nuestras Islas» (en manos de ingleses), para que completen, las madres, los padres, los abuelos, alguno de los rituales de despedida bajo una fila de crucecitas blancas desgastadas x el tiempo.Mi homenaje a los soldados del mundo.Susana ( una mujer argentina)
Más sobrecogedor todavía es tu comentario, Susana.
Muy bueno. Muy real.
También los rambos americanos son chavales de pueblo que buscan medrar, no te creas.