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Pater familias: cuando el padre sale bueno

por Marisol Oviaño
pater familias

Cuando te sentabas a su lado a ver la tele, te cogía la mano.
Cuando pasábamos por su casa – al menos una vez a la semana-, nos esperaba con la puerta abierta; en una mano una botella de vino y en otra un sacacorchos. Estar con sus hijos era para él motivo de celebración, hacía que te sintieras muy querido. Formabas parte de algo más grande que tú, y allí estaba él para recordártelo.

Podía hacer que te partieras de risa o que te cagaras de miedo: a estas horas sólo están abiertos los clubs, y a los clubs sólo van las golfas. Unos días era un padre amantísimo pichuqui, es que si tú estás triste yo soy hombre al agua , y otros estaba ensimismado en los problemas del trabajo

-Papá ¿qué estás pensando? Tienes una cara de loco…
– Nada- decía sin vernos-, que estoy barrenando.

Todavía no he conocido a nadie que haya pasado tanto hambre como él en su infancia de posguerra. O al menos no he conocido a nadie tan marcado por ella: ¿has comido? o anda, no seas tonto y quédate a comer , decía a todo el que pasaba por su casa. Sentía predilección por los invitados que comían sin remilgos y repetían plato. Y cuando llegábamos con la compra del mes: Nos van a denunciar por avituallamiento.

Sabía que el verdadero lujo es hacer lo que te sale de los cojones y siempre lo hizo. Recibía a las visitas calzado, pero no tardaba en descalzarse, sentarse a lo indio y empezar a tocarse los pies. Quitaros los zapatos si queréis, dijo un día a una visita de compromiso que, por supuesto, no se descalzó.

Vivía superlativamente y su manera de hablar era reflejo de ello: tengo más hambre que un león, sudo por cada pelo una gota, te voy a dar una bofetada que te enciendo el pelo… También tenía problemas para pronunciar correctamente ciertas palabras, decía helicótero y méndigo; y cuando hablaba con extranjeros alzaba mucho la voz y utilizaba, creyendo que facilitaba la comunicación, las palabras más rebuscadas que sabía. Recuerdo que perdidos en alguna ciudad de Marruecos donde casi nadie hablaba español, preguntó a gritos a un comerciante si podía indicarnos dónde podíamos encontrar un vericueto para salir de allí.

Se consideraba, fiel a su carácter superlativo, el hombre más afortunado del mundo. Si tuvo que renunciar a algo para tenerlo todo, nunca nos lo hizo pagar.

Tendría yo dieciocho años un día que había olvidado algo en casa y volví a buscarlo un par de horas después de haberme ido. Mis padres tenían amigos a cenar y estaban sentados alrededor de la chimenea tomando una copa. Antes de entrar en el salón le oí decir: yo estoy seguro de que mis hijos no hablan mal de mí a mis espaldas.

Y en ese momento supe que yo quería poder hablar del amor de mis hijos como él lo estaba haciendo: sin equivocarse.

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