Ilustración Cabeza Raphaelesque Explotando de Dalí
Estoy corrigiendo unos textos para un libro sobre psicoanálisis.
Una vez a la semana me reúno con su autora, cotejamos lo que ella ha escrito con lo que yo he entendido y ponemos los puntos sobres las íes.
Tengo uno de los trabajos más hermosos del mundo.
Se lo debo a Freud.
Y a mi madre, que en una época en la que sólo iban a terapia los locos de atar, me llevó a un psicólogo por primera vez.
A mí me daba un poco de vergüenza.
Sin embargo, mis compañeras de clase lo consideraban muy chic. Algunas se inventaban problemas para que sus padres las llevaran al loquero. Sólo iban una vez: la entrevista en la que el terapeuta desestimaba el tratamiento; suficiente para presumir de chicas malas con los chicos. Y a mí me decían cómplices con aire de poetisas malditas: yo también voy al psicólogo. Pero, a una edad en que lo único que deseas es parecerte a los demás, yo sabía que ellas eran normales y yo no: estaría todo el curso bajo terapia y encima seguiría escribiendo novelas.
Entonces estaba lejos de entender el regalo que mi madre y Freud me estaban haciendo.
No sabía que mientras hay vida hay esperanza y que a veces sólo necesitamos una pequeña luz al final del camino para seguir luchando. Creía que cuando fuera adulta todo estaría claro, ignoraba que volvería a recurrir al diván cada vez que tuviera que amputar parte de mí para sobrevivir.
Hoy, trabajando en el párrafo en el que se habla de la psiquiatría antes del psicoanálisis, la autora del texto me ha hablado de los pacientes encerrados para siempre, de las salvajes medicaciones y de los cien electroshocks sin anestesia. Y he temblado bajo una pequeña descarga de mi cerebro al pensar en lo distinta que habría sido mi vida si mi madre hubiera nacido antes que Freud.