Mi madre tiene una casa y un nogal en el pueblo de su madre.
Mi madre me da nueces.
Mi hermano me dijo que la cáscara de las nueces es leña.
Desde entonces guardo todas las cáscaras de las nueces del nogal de mi madre.
Mi padre, hombre de ciudad, siempre estaba enredando en la chimenea de la casita de pueblo que teníamos alquilada en la sierra.
La madre de mi madre, mujer de campo trasplantada en Madrid, siempre le regañaba
¡Paco, hombre! ¡No toques más la lumbre!
Muchas veces mi abuela tenía razón y a mi padre se le apagaba el fuego, pero a él no le importaba: volvía a encenderlo, volvía a enredar y mi abuela volvía a regañarle. Nadie hacía mucho caso de lo que abuela protestaba: siempre teníamos una chasca a la que arrimar las manos, los pies y el culo cuando entrábamos de la nieve. Los días felices de mi infancia huelen como aquel jersey de lana de cuello vuelto amarillo y los pantalones marrones de pana que mi madre me ponía para ir a la sierra: a humo.
Mi padre una vez se encontró un tocón de pino y se empeñó en meterlo en el maletero y en echarlo después al fuego aunque las mujeres estuvieron en contra desde el primer momento.
Se montó tal humareda que mi madre estuvo bufándole y barriendo arañas un montón de días. Él nos guiñaba el ojo y se reía por lo bajo, haciéndonos cómplices de su travesura.
Cuando salgo de paseo por el campo siempre llevo una bolsa grande para ir guardando palitos y piñas. A ellos puedo unir ahora el arsenal de cáscaras de nueces. No uso papel para encender. Me gusta dedicar tiempo a encender el fuego, parar la puta máquina frente a la chimenea.
Mis hijos se quejan de que olemos a humo.
Si ellos supieran.
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La casa de mis abuelos guarda muchas sorpresas, en ella se esconden y a veces despiertan los mejores recuerdos de mi vida. Entre ellos, el de la chimenea de la casa pequeña. He pasado horas frente a ella. Decidí un día ser madre a contracorriente observando sus llamas, dejar de darme pena y corregir la mujer olmo que no será un premio planeta pero es mi primer ensayo novelistico mientras removía brasas, acuné a mi hijo frente a su calor y pasé algunas noches de buena compañía.
Siempre era un fuego ya encendido por otras manos expertas.
Hace dos navidades decidí independizarme y crear mi propia lumbre. El fuego no me hacía ni caso, se apagaba una y otra vez tras dejar a su paso grandes humaradas, prueba de mi torpeza.
El guardes me decía, dejalo Ines, yo lo enciendo y el fuego brotaba como por arte de magia de sus manos sabias.
Pero yo seguía intentandolo.
Fuego sin trampa ni cartón
Fuego a pelo.
Y al final de muchos intentos, un fuego, tímido y obstinado iluminó la pequeña habitación.
Desde entonces el guardés me mira con otros ojos.
Yo creo que saber encender un fuego es una cuestión vital. Nunca se sabe cuándo puede hacer falta una hoguera.