por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: aquiestuveayer
El viaje empezó muy temprano en un tren de cercanías.
En una de las paradas entró un hombre de padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos bien alimentados: guapo, alto y delgado; con barbour, traje clásico, pelo engominado con raya a tiralíneas y… ¡castellanos! Sus antepasados habían sido dueños de los míos, bajitos y regordetes como yo, gente que sólo comía garbanzos y matanza. La fortaleza de mis ancestros me había llevado al mismo lugar que a él la debilidad de los suyos: la periferia.
Tenía cara de buena gente, seguramente sería buen compañero de cañas si tuviera para invitar: toda su ropa de marca se veía tan desgastada como la mía de mercadillo, y ya no servía de nada dar betún y lustrar unos zapatos que deberían haberse jubilado mucho tiempo atrás. Íbamos juntos en el mismo tren, poco importaba de dónde viniéramos cada uno. Me resultaba simpático a pesar de que su realidad era paralela a la mía. Casi hasta sentí lástima de él: vive peor que sus abuelos y yo infinitamente mejor que los míos. Y sólo me levanto a las seis y media de la mañana para vivir emociones, no para ir a la oficina.
Aquel prójimo llevaba un vaso de plástico blanco que humeaba y una bolsa de papel de estraza.
Pensé que se le habría hecho tarde y habría pedido al camarero de la cantina que le pusiera el café para llevar y le envolviera un bollo para después.
Tenía las dos manos ocupadas y estaba en medio del vagón, no podía apoyarse en ningún sitio, se mantenía en pie gracias a que tenía las piernas muy abiertas. Podría caerse en cualquier curva. Pero él, ajeno a la zozobra que estaba generando en quienes estábamos cerca, abrió parsimoniosamente la bolsa y sacó un churro. Y, como si no estuviéramos en un traqueteante cercanías, lo hundió en el vaso y lo sacó empapado en chocolate que chorreaba espeso y lento. Se comió seis churritos con chocolate, clásico desayuno madrileño, sin caerse al suelo y sin mancharse una gota. Acabó cuando entrábamos en otra estación, se limpió enérgicamente con un par de servilletas de papel que llevaba en un bolsillo, metió éstas y el vaso en la bolsa, tiró todo a la papelera y bajó tranquilamente al andén.
Todavía estaba pensando en el juego que me daría el personaje para un artículo, cuando el tren se detuvo en medio de la nada sin razón aparente. Por megafonía una voz un poco nerviosa dijo: Por favor, si hay algún médico entre los pasajeros, por favor que se dirija a la cabina, por favor. Todos los que estábamos en el vagón, miramos hacia todos lados deseando que alguien se levantara y se dirigiera hacia la cabina con profesionalidad. Nadie.
Ya está, me dije, le ha dado un infarto al maquinista. Perderé el avión. Qué egoísta soy, joder. Y, a mi manera, para redimirme de mi egoísmo, recé ofreciendo el sacrificio de mi vuelo a cambio de la vida del maquinista. El tren emprendió la marcha, pero volvió a parar a poco después sin que nadie diera explicaciones. Supongo que todos pensamos lo peor. Reanudó el suave traqueteo de nuevo y volvió a detenerse cuando estábamos a las puertas de Chamartín. La diosa Megafonía se dirigió a sus fieles: Rogamos disculpen la demora, se trata de una emergencia: uno de los pasajeros está recibiendo asistencia médica. Joder, qué bien hablaba el maquinista, seguro que era un tío leído. Me alegré de que gozara de salud.
Sólo hacía veinticinco minutos que había salido de casa.
El viaje prometía.
Llegué a Nuevos Ministerios a tiempo. Y me sentí muy orgullosa de mi país cuando allí mismo cogí el metro que me llevaría al aeropuerto.
Pero el aeropuerto y los aviones merecen capítulo aparte.