por Marisol Oviaño
R. lleva diez años en España.
En su país de origen la vida no vale nada. Aunque él nunca ha empuñado un arma, tiene hermanos y amigos que se ganan la vida matando, que es la manera rápida de salir de la miseria y de arruinarte la existencia. Cuando habla de ellos, tengo la sensación de estar oyendo la lista de personajes de una película: Fulanito está en la cárcel, Menganito ha muerto en un tiroteo, Zutanito ha tenido que huir a Venezuela para que no le maten…Cuenta que decidió marcharse cuando comprendió que resultaría muy difícil convencer a sus hijos de que fueran personas honradas, a veces fantasea con la idea de volver para pacificar a su gente, sabe que la violencia es el gran problema que arrastra su pueblo.
Encontró trabajo al poco de llegar a España, hace años que montó su propia empresa y tiene tres trabajadores a sueldo. Se acuesta temprano, se levanta a las cinco de la mañana para escribir y se pasa de vez en cuando por la trinchera proscrita para invitarme a una cerveza o un whisky, sabedor de que yo no me puedo permitir ciertos lujos.
– Al principio los narcos eran tipos con dos cojones sin preparación alguna. Como ganaron mucho dinero, enviaron a sus hijos a hacerse abogados y economistas a EEUU, y cuando los hijos volvieron dijeron: coño, esto no se puede llevar así. Y ahora los cárteles funcionan como grandes empresas. Los narcos de ahora son tíos de traje y corbata, ejecutivos.
Que no pagan impuestos, que tienen ejércitos y políticos a sueldo y comen con banqueros en paraísos fiscales.
Mientras, el pueblo muere, cegado por las engañosas promesas del dinero.
R. levanta su copa y brindamos por el fin de la hipocresía, por el fin de la connivencia entre narcos, políticos y banqueros; por el día en que los hombres honrados no tengan que cortar sus raíces para vivir en paz.