por Marisol Oviaño
Fotografía de Jerry Cook en Taringa
Cuando era niña y salía con mis padres de paseo, pegaba la naricilla al escaparate de las jugueterías.
Entonces, cuando empañaba el cristal con mi aliento, creía que el juguetero era un tipo admirable: se las había ingeniado para seguir jugando a pesar de ser adulto. Pero no pasó mucho tiempo antes de que empezara a pasar junto a aquellos escaparates con un cigarro en la mano y la mirada en el horizonte de mis sueños.
Más tarde, cuando tuve a mi primer hijo, mi padre me redescubrió el placer de entrar en una juguetería y pasar un buen rato tocando todo lo que pone “prohibido tocar” antes de elegir.
Casi ninguna de aquellas jugueterías existe ahora.
Tampoco quedan ya jugueterías en el pueblo en el que vivo.
Hoy tenía que comprar un regalo para el cumpleaños de mi sobrina, y mi hija me ha explicado que no nos quedaba más remedio que ir al centro comercial.
Cojonudo.
Al centro comercial un sábado por la tarde.
Y encima, sin dinero.
Tenía un presupuesto de diez euros.
De modo que hemos ido, hemos subido las rampas automáticas y nos hemos metido en esa inhumana juguetería de cinco metros de alto, mucho reclamo publicitario y abrumadora mayoría de juguetes que antes ha sido serie de la tele.
Atestada de gente.
De parejas con carritos de bebés que ni siquiera enfocan todavía la vista, de padres separados que después llevarán a los niños al cine y al burger, de abuelas que llevan apuntado en un papel el juguete que quiere el nieto porque hace mucho que dejaron de entender su lenguaje: un juego para la plei ésa, medalonor o algo así, creo que se llama.
Sin duda me hago vieja: todo lo pasado me parece mejor. En las jugueterías de antes, me apetecía quedarme horas, en ésta sólo he sentido la urgencia de comprar lo que fuera y marcharme corriendo.
Mi hija me ha señalado unas pelotas peludas de dos euros con las que su prima pequeña se ahogaría con toda seguridad. Frente a las pelotas, había un ciervo de peluche tamaño natural que valía 495 euros (no muy lejos de un horrible oso verde gigante que valía 29).
Lo prioritario no era que el juguete me gustara, sino que pudiera pagarlo. De modo que me fijaba más en el precio que en lo que había dentro de la caja.
Y de repente, estaba allí.
Un tucán de colores no mucho más grande que mi mano, con forma de pistola. He apretado donde instintivamente cualquier niño de dos años apretaría y el muy cabrito, ha abierto la boca, ha iluminado la pared- lleva una linterna en el pico- y se ha puesto a tararear una canción con tanta guasa, que mi hija y yo nos hemos partido de la risa.
Y además, valía 9,99.
No lo hemos dudado, y nos hemos puesto a la cola de pagar.
Una señora ha vuelto loco con sus preguntas al hombre encargado de cobrar y la cola no se ha movido al menos en diez minutos, durante los cuales no hemos dejado de accionar el tucán una y otra vez y partirnos de la risa.
Cuando por fin, hemos llegado a la caja, el señor nos ha atendido sin mirarnos hasta que hemos puesto el juguete encima del mostrador.
Inmediatamente le ha cambiado la cara y ha comenzado a tararear la misma canción.
– Os lleváis un regalazo- ha dicho emocionado.
Nos ha cobrado y nos ha dado las vueltas como quien se despide de un familiar querido.
– Voy a echarle de menos.
A lo mejor las cosas sólo cambian en la superficie. Y los jugueteros siguen siendo tipos que se las han ingeniado para seguir jugando a pesar de todo.
0 respuestas a «Elogio del juguete»
A lo mejor es verdad y no todo está perdido. Me ha gustado este post, me ha puesto un poco triste, pero el final es feliz y esperanzador.
jejeje, si sigues mirando posts anteriores, encontrarás un artículo sobre el ejército del futuro en Córdoba en el que hay un video en el que salgo, y así ya tendrás el pack completo. No tengo pérdida: soy la única mujer de la mesa.