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Gente: la viejecita

por Espejo
viejecita

El hombre es un animal de costumbres. La mujer también.
Durante muchísimos años mi despacho estuvo en mi casa. Pero desde hace unos meses, mi mesa de trabajo está a ocho minutos andando de la mesa de mi cocina.
Y he adquirido una costumbre sin darme cuenta: voy por un camino y regreso por otro.

Por las mañanas elijo la calle que comienza frente a mi casa. Si es invierno, escojo la soleada acera de la derecha; si llueve, camino bajo los soportales, en los que casi todo son cafés y bares, a excepción de una tienda de ropa para hombre, una juguetería y una carnicería. Si es verano, escojo la de la izquierda, en la que hay sombra y también casi todo son bares. Pero los de este lado no abren hasta la hora del aperitivo, y si te asomas a sus enormes escaparates, sólo verás naturalezas muertas.

La calle abandona su aspecto comercial al cruzarse con la que sube de la plaza, y se transforma en la única calle del pueblo que todavía conserva las modestas edificaciones que un día fueron la arquitectura tradicional de aquí: casas de piedra sin pretensiones, con puertas de cerrajería verde y jardines silvestres de suelo arenoso y vegetación que no pretende ser decoración, sino sombra, frescor o, como mucho, aroma. Los árboles que en su día plantaron junto a las vallas atestiguan su antigüedad: en pocos sitios más se pueden ver pinos de cinco o seis metros de altura, ni macizos de hibiscus tan bien cuidados.

En una de estas casitas vive una mujer muy mayor, bajita y enérgica, con la que todas las mañanas me cruzo. Siempre lleva una de esas antiguas bolsas de la compra- que ahora vuelven a estar de moda- en cuyo fondo se adivina un monedero. Algunos días paso a su lado cuando ella cierra el sencillo mecanismo de su verja. La puerta de su casa, de hierro y cristal con entramado de alambre, está protegida del frío en invierno y las moscas en verano por una manta gris con una raya beige que me trae recuerdos de la infancia. La mujer, a pesar de la edad, tiene una mirada vivaracha e inteligente. Supongo que sabe que su humilde casita ahora vale una fortuna- por lo menos cinco adosados se pueden construir en su parcela-, y quizá sólo por eso, por chinchar a los herederos, siga saliendo a hacer la compra del día, como ha hecho toda su vida. Como debía hacer cuando tenía marido y los hijos vivían en casa.

Ahora tiene que echarse a la calle para hablar con alguien: se detiene a charlar con todos los conocidos. A mí ha empezado a sonreírme hace dos semanas. Sé que sólo tengo que decirle “hola” para que empiece a paliar su soledad conmigo.
Quizá hoy la salude.

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