por Marisol Oviaño
Hace años, mi amigo José da Cruz de Uruguay, estudioso del tema del agua, me hablaba de unas compañías norteamericanas que estaban intentando que los campesinos bolivianos pagaran por el agua de lluvia.
Entonces sonaba a ciencia ficción.
Leí poco después “El final de la imaginación” de Arundhati Roy, y comprobé que José no había exagerado: empresas norteamericanas estaban privatizando en la India el agua imprescindible para que millones de pequeños agricultores sobrevivieran.
Y hoy, cuando otro amigo, Josué, colgó en su Facebook “La vida según Monsanto” (multinacional también americana), decidí que era hora de saber un poco más del asunto de los transgénicos. He de confesar que el fanatismo ecológico me pone los pelos de punta: siempre he sospechado que alguien acabará convenciéndonos de que el aire se volverá irrespirable y nos lo venderán embotellado.
El asunto de los transgénicos va más allá de las consecuencias ecológicas, va más allá de que una gran empresa envenene a sus vecinos o nos venda fruta insípida: quieren tener los derechos de autor sobre la vida. Esto es, ser Dios.
Y no podrían hacerlo si la avaricia no fuera motor de los hombres: el campesino, el dueño de la vaca, todos queremos ganar más.
¿Ser ricos?
En nombre de un mundo mejor, el agua y las semillas pasarán a manos de unos pocos. A ver lo que tardan en descubrir la mejor manera de vendernos también el aire.
Si tienes un rato- el documental es largo-, te recomiendo que lo veas.
Disfruta mientras puedas.
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