Desde nuestra última conversación no salgo del bucle.
Y no he tenido oportunidad de plantearle todas las preguntas que me han surgido desde entonces. Ha entrado en una fase de silencio absoluto que tiene preocupadas a todas sus admiradoras, a sus hijos, a sus exmujeres, a sus novias.
Pero él se niega a soltar prenda.
Los médicos pasan, están acostumbrados a tíos que quieren matarnos a todos; un paciente que ha dejado de hablar y de follar no es siquiera motivo de conversación.
Carlota y yo estamos fumando un cigarrito en el porche. Es decir, ella fuma y yo me deleito mirándola. Y, sabiendo que ella conoce al Guru mucho mejor que yo, aventuro:
– A lo mejor tendríamos que llamar a la Sacerdotisa.
– ¿Para qué?
– Algo me dice que ella sería capaz de sacarle de su mutismo.
Premia mi osadía con una risa sarcástica que me turba como a un adolescente. Empiezo a pensar que me atrae más la sabiduría que un culo de catálogo de lencería guarra. Y me doy cuenta de que me daría vergüenza confesárselo a un amigo.
– No tiene Iris nada mejor que hacer- dice con el tono de quien sabe algo que los demás ignoran y que le hace superior.
Tira la colilla a un charco del jardín. Otra vez llueve y otra vez el cigarro se apaga de con ruido de sifón. Antes de darse media vuelta y dejarme allí, Carlota añade:
– Ya se le pasará.
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¡Bien!, ya espero ansiosa a que se resuelva la crisis. Muy humano el personaje de Carlota.