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No hay palmeras en la ventilla, 5

por Juan Hoppichler
Imagen en contexto original:azc
indigentes

Quizá porque no soy español, me chirriaba vivir en casa de mis padres. A los veinte me largué para no volver. Al principio me fue bien. El sueldo de mi trabajo en los cines era sólo de media jornada, pero me valía. Alquilé un garaje cerca del río Manzanares. No estaba habilitado para que vivieran seres humanos, pero me llevé un colchón que me regaló Charlie. También una palangana que vaciaba en el río. Sacaba el agua de un parque de la zona y comía barato en la universidad o gratis en el comedor benéfico de Jacinto Benavente. Era pobre y pasaba frío, pero el orgullo por estar sobreviviendo con mis propios medios lo compensaba. Estuve así tres meses. Hasta que mi madre, con ese amor desinteresado que caracteriza a todas las madres, llamó a los cines, y no sé qué dijo, pero perdí el empleo. Su idea era que si me quedaba sin techo volvería a casa con el rabo entre las piernas. No fue así. Bueno, lo del techo sí, el dueño me echó del garaje en cuanto no pude pagar el primer mes. Pero elegí pasar de la semi-indigencia a la indigencia plena antes que claudicar.

Ya conocía a gente que pasaba las noches en la plaza de Oriente. Allí estaba Emilio, que tras veinte años en la mina de Mieres tosía en negro; o Liam, un inglés que había sido ladrón, heroinómano y alcohólico, aunque debido a la beneficiosa influencia de su novia, ahora sólo cultivaba la última faceta. Me instalé con ellos entre los árboles de los jardines. Por el día me daba vergüenza estar allí con tanto turista y viandante feliz, así que deambulaba por las calles, o me metía en bibliotecas a pasar la tarde.

Una rutina que desarrollé era ir con Emilio a la calle Tetuán a recoger la comida que tiraban por caducidad del supermercado de Preciados. Recuerdo que una vez encontramos marisco en abundancia, y cocinamos una paella como pudimos y vinieron todos los desahuciados del área, y hubo canciones desgarradas y bailes, y algunos terminamos arrejuntándonos en los soportales de la Almudena.

Un viernes, de madrugada, cuando llevaba un par de semanas allí, un fuerte olor a gasolina me despertó. Pegué un salto. A nuestro alrededor se movían sombras que cuchicheaban. Demasiada oscuridad. Grité. Liam se levantó rápidamente con una barra de hierro. Emilio, aún tumbado, empezó a recibir patadas. Las sombras se rieron. Una de ellas encendió un mechero descubriendo por un instante su posición. Contra él fue la barra de Liam. Puedo jurar que oí cómo el cráneo se hacía añicos y el cuerpo se desplomaba. Los demás salieron corriendo. Nerviosos, levantamos a un maltrecho Emilio y huimos. No llegamos lejos. La tos de Emilio empeoró, era incapaz de moverse. Liam estaba fuera de sí, repitiendo que no sabía si había matado al tipo ése, que ya conocía la cárcel, que si estábamos jodidos. Le dije que se marchara y desapareció calle arriba. Arrastré a Emilio hasta Sol para poder llamar a una ambulancia sin que nos identificaran con todo esto. Se lo llevaron. Anduve hasta Vallecas, a la casa del Charlie. Y le esperé en su calle. Cuando salió para ir a trabajar a media mañana, le abordé. Me dejó algo de dinero para una pensión, y al día siguiente me puso en contacto con un empresario que contrataba gente para su nuevo hotel en la costa. Ofrecía alojamiento, comida y contrato de seis meses. Yo hablaba inglés.
Nunca más he sabido de Liam o Emilio.

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0 respuestas a «No hay palmeras en la ventilla, 5»

«Quizá porque no soy español, me chirriaba vivir en casa de mis padres»… a todos nos ha chirriado, seamos de donde seamos, y más con 18 años que con 20 años, más a los 20 que a los 25, ¿sigo? …

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