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No hay palmeras en la ventilla, 2

por Juan Hoppichler
Fotografía en contexto original: reflejosocial
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Mi adolescencia fue normal. O sea, infeliz.

A mi alrededor todo era falso y banal. En la universidad mis compañeros me parecían una misma persona que se presentaba con distintas caras. La familia también me asqueaba y sólo pensaba en un Bucarest que apenas recordaba, pero que se había convertido para mí en un hogar obsesivo al que volver para no sentir ya jamás dolor.

Me puse a trabajar. Todo cambió. Empecé a vender palomitas en una sala de multicines. Me di cuenta de que allí era tratado como un adulto y de que tenía algo parecido a un amigo, el Charli, mi encargado. El ambiente era bueno: explotados y maltratados, no había obligación de estar alegres. No percibía la impostura que existía fuera. Dejé de estudiar.

El Charli y yo institucionalizamos las visitas de los jueves a Montera, en busca de la puta de oro con instinto maternal suficiente como para hacernos una mamadilla a precio de estudiante. Un día Charlie no tuvo otra ocurrencia que comentarlo en los vestuarios. El rumor se extendió y se agigantó. Ya no sólo éramos puteros sino también borrachos, drogotas y ladrones. Nos convertimos en los calaveras oficiales del recinto. Fue genial: las chicas empezaron a fijarse en mí.

Eva fue la primera persona hembra que se interesó en conocerme de verdad. Y lo consiguió. Lo sorprendente es que aun así parecía quererme. Era encargada de la contabilidad de los cines. Esperaba en la cafetería a que terminara mi turno y luego íbamos juntos a su casa. Sus padres no llegaban hasta medianoche. Fueron buenos tiempos. Ahorré mucho dinero.

Un día me descubrió liándome con Charo, la de las taquillas. Me dejó. Supliqué y amenacé con suicidarme si no volvíamos. O sea, atravesé el meridiano cero del patetismo más absoluto. Funcionó y me dio otra oportunidad. Pero dos semanas más tarde, subió a hablar con el de seguridad y pudo verme en los monitores buceando entre las piernas de Vanesa, la del catering. Esta vez la ruptura fue definitiva.

Para empeorar la situación, una mañana me desperté con tres testículos. Y uno de ellos dolía. La gonorrea había entrado en mi vida. Pensé que era tiempo de relajarme un poco y buscarme una novia formal. Fui a por Genoveva, la secretaria del jefe. Abandonada por el mismo, era una diana fácil: bipolar, cocainómana y ludópata. Necesitaba tanta atención que no me quedaba tiempo para mis propias neurosis. Fue una relación magnífica hasta que empezó a pedirme dinero. Me negué y se buscó a un viejete más espléndido.

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