por Kurtz
Fotografía en contexto original: dominguet
Hoy tengo la impresión de que el despertador se ha dado demasiada prisa en sonar, como si la noche hubiese sido un leve parpadeo. No he conseguido conciliar el sueño y me duele un poco la cabeza. Ayer, a última hora, me serví una copa de vino y se me hizo tarde observando el segundero de la pared del salón. Durante el desayuno, tendré que tomarme una aspirina, y posiblemente sufriré jaqueca el resto del día.
Me gusta despertar siempre cinco minutos antes de lo necesario, y permanecer caliente en la cama, recordando alguno de mis sueños de infancia. Lo que de níño eran grandes ilusiones, ahora son sólo pequeños enjuagues de melancolía.
Según se van aclarando mis ensoñaciones, aprovecho para organizar al detalle el resto de la jornada. Mi planning inmediato no es nada del otro mundo, levantarme, ducharme, afeitarme, vestirme, desayunar y salir en dirección al trabajo. Si no hay novedad, en treinta y cinco minutos habré llegado y a las ocho en punto, me habré incorporado a mi puesto. Trabajo en una multinacional de productos químicos, llamada WQ, como vigilante de seguridad de la puerta de entrada de trabajadores.
La cabina de seguridad donde paso mi jornada laboral es fría en invierno y calurosa en verano. Una mesa vieja de contrachapado lacada en blanco y una vieja silla, con el respaldo amoldado a mi espalda, son todo el mobiliario. En la pared, un viejo reloj corporativo y dos diplomas a mi nombre por mis diez y veinte años de lealtad a la empresa, rompen la monotonía del gris industrial. Se puede decir que es mi segunda casa. Incluso, una vez, intenté calcular las horas que había pasado allí dentro, pero me pareció una pérdida de tiempo.
En la garita, los minutos pasan despacio. A primera hora doy los buenos días a los seiscientos cincuenta y siete empleados que pasan por delante de mi puesto. Algunos miran con extrañeza, como si no entendieran bien mi saludo. Otros, simplemente, pasan de largo. La mayoría parecen cansados. Mis colegas de profesión, dicen que formamos parte de la cadena de producción de la empresa, dadores oficiales de buenos días.
Cuando cesa el pasar rutinario de mis compañeros, repaso los ventanales de la cabina hasta dejarlos impecables. A veces cuesta eliminar del cristal el reflejo de tantas miradas anónimas.
Se acaban mis cinco minutos de asueto. En unos instantes, volverá a sonar el despertador. Es hora de levantarse y comenzar el día. Me pregunto que pasaría si hiciese oídos sordos a la apremiante llamada del reloj. No encuentro una razón lógica para hacerlo. Inquieto ante la posibilidad de hacer una estupidez, me incorporo. Las reglas están para cumplirlas. El trabajo me espera.