Por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: mainmanwalkin
Aunque esta columna debería llamarse El Santo o Blue Demon la he titulado con el nombre de la nueva película de Micky Rourke, pues con su soberbia actuación ha posicionado de nuevo a la lucha libre en el olimpo de los deportes. En Tequila cada sábado se estrenaba una película de El Santo, podía ser contra las momias de Guanajuato, los zombis o las mujeres vampiro. Era lo más parecido al James Bond que teníamos en México. Autos deportivos, bellezas esculturales y seductoras, donde el bien siempre triunfaba sobre el mal. Nunca me perdía las tres películas que pasaban de un tirón. El intermedio entre una y otra era de quince minutos, que aprovechaba con mis amigos para ponerme mi máscara y luchar entre los pasillos, probar nuevos saltos y llaves. Acabábamos casi asfixiados, con el cabello empapado de sudor. No había nada que nos aplacara, en casa seguíamos aventándonos del ropero, de las literas de mis hermanos, y en la noche dormía envuelto en mi capa, con la máscara bajo la almohada.
Pero contrario a lo que suponen, mi luchador favorito, no era El Santo ni Blue Demon sino Tinieblas el Gigante. Como siempre fui bajo de estatura por mi columna chueca, yo quería ser igual que el más grande luchador mexicano. Compraba sus cuentos de historietas y en la cabecera de mi cama pegaba sus fotos y pósters. Muchos años después, viviendo ya en el DF, mi sorpresa vendría cuando conocí a Fanny. Salimos durante varios meses y ya cuando pude ser digno de confianza para ella y su familia una noche de arrebato me confesó que su padre era Tinieblas el Gigante.
Todo coincidía, la miré con otros ojos. Su estatura, el recuerdo de las manos descomunales de su padre al saludarme y contrario a lo que cualquiera pensaría, había cierta timidez en su mirada. Para un enmascarado como es el caso de los luchadores en México, su máscara es su rostro, su identidad. Sacrifican la fama y el reconocimiento que les da la máscara, pues sin ella son totalmente anónimos, un transeúnte más. Supongo que debe ser una decisión difícil entrar al mundo del cuadrilátero y decidir si serás rudo o técnico, si cubrirás tu rostro y tu nombre. Sé de luchadores que ni a sus hijos, cuando son pequeños, les revelan su identidad, es como llevar una doble vida, como ser el Subcomandante Marcos y ocultar la identidad tras un pasamontañas. La siguiente ocasión que estuve en casa de Fanny me llevó al gimnasio donde estrenaba Tinieblas y que tenía instalado en un tercer piso. Ahí volví a ver sus botas, trofeos, las películas que yo imitaba en los pasillos del cine. Estaba en la casa de mi héroe, por fin le había visto los ojos y hasta me había besado con su hija.
Después de ese día entendí porqué cuando íbamos a la Arena México no pagábamos la entrada y nos recibían a cuerpo de rey, con asientos en primera fila, no como en la “arena” de Tequila a la que iba de niño cuando llegaban a pelear luchadores de quinta y que se improvisaba en el palenque de gallos. No hay mejor lugar para desahogarse como en la lucha libre. A voz en cuello ahora sí podía gritarle a los rudos que tanto odiaba, hacerle segunda a una vieja que se desgañitaba mentándosela y ventilando sus frustraciones a Rey Misterio, que al cabo iba bien acompañado y desde mi asiento veía como todos en la México cuidaban a la rubia que estaba conmigo.
Hay pasiones que nunca mueren y la mía por la lucha libre sigue siendo tan vigente que a veces he vuelto al ring a levantarme el ánimo, saludar a los amigos que hice y ver luchar a Invisible, un personaje de mi novela Un dardo en la voz que antes de salir al cuadrilátero me ha dicho: arriba del ring soy un animal, mato. Es una lucha cuerpo a cuerpo, donde se lastiman, se fracturan huesos, y acaban con la cara, la espalda, las manos hechas trizas. Un reto máscara contra cabellera es el mayor al que se puede enfrentar los luchadores, perder la identidad o el pelo en tan sólo tres caídas sin límite de tiempo. Hace unos días que fui al cine a ver la película El luchador de Darren Aronofsky confieso que llevaba conmigo la máscara de otro de mis ídolos y en el último asalto de Randy The Ram Robinson quise gritar ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
____________________
Rodolfo Naró, Tequila, Jalisco, 1967. Poeta y narrador. Su novela El orden infinito, fue finalista del Premio Planeta 2006.
0 respuestas a «El luchador»
No sé nada de lucha libre. Pero me ha gustado mucho lo de la careta y el anonimato que mantienen, algunos incluso hasta con sus hijos. Bonita historia.
Hola Marisol:
Esto de la lucha libre en México es toda una historia, como el fútbol, une a clases sociales. Es un verdadero espectáculo que en tu siguiente viaje a México te llevaré.
Besos,
Naró