Sólo falta rematar, dijeron antes de marcharse. En cuanto tengamos un hueco volvemos.
Si eso lo hubieran dicho unos hombres que hubieran trabajado por dinero y hubieran cobrado ya casi el total de la factura, habría podido dar por seguro que nunca habrían vuelto. O, al menos, que me habría costado muchas llamadas y berrinches que regresaran de mala gana y con mala cara.
Pero ninguno de los cuatro hombres que habían trabajado a destajo desde la mañana hasta entrada la noche- algunos por segundo día consecutivo- cobraba nada. Los más mayores estaban allí por amistad, haciendo cierta la máxima de que quien tiene un amigo tiene un tesoro. Sin ellos, sin su apoyo desinteresado, la trinchera proscrita no atraería tanto la curiosidad de los viandantes, y yo no me sentiría tan arropada por esas paredes que, gracias a ellos, llevan los colores de mi bandera.
Creo firmemente que sólo saldremos de ésta si nos ayudamos los unos a los otros, que la existencia es un polvoriento páramo si no te emocionas, si no te mojas, si no te entregas a los demás. Que nadie llega a ninguna parte solo.
Y mis amigos estaban allí para demostrármelo.
Pero ¿por qué estaban allí también sus amigos?
No nos conocíamos.
Están en paro y viven con sus padres.
Tal vez vinieran por salir un rato de casa.
Como niños que están hartos de unas vacaciones que duran demasiado y necesitan que alguien les dé algo que hacer.
Y revisando las fotos, me digo que estaban allí porque necesitaban aprender.
De animales más viejos, como nosotros.
A sobrevivir.
A adaptarse a la realidad.
La vida sólo tiene sentido si nunca dejas de aprender.
Y nosotros estamos en esa edad en la que al fin tenemos algo que enseñar a los que vienen detrás.
Espero que los aprendices hayan aprendido algo más que una manera más de ganarse la vida. Que hayan tomado nota de que la amistad vale más que el dinero.
Ayer, leales a su promesa, volvieron.
Y remataron.
Gracias a vosotros cuatro, todo el que entra allí se siente cómodo.
Gracias un millón de veces, queridos amigos.