Poco a poco, el local va cambiando de aspecto.
Estaba deseando dar sepultura a ese azulón frío y corporativo que olía a caja registradora.
Ayer forró las columnas azulonas con mapas topográficos y de carreteras. Hoy, por fin, ha terminado de pintar el marco del escaparate y la puerta de entrada, que ahora lucen morado proscrito, un término medio entre lila y nazareno, si es que puede haber término medio entre una flor y un calvario.
Poco a poco, el karma del local va cambiando también.
Todos los días, antes de desnudarse en la trastienda para enfundarse en la ya áspera ropa de obrero, enciende un palito de incienso y pone música para arremangarse de buen rollo.
Cada persona que va pasando por allí, va dejando buenos y deseos y vibraciones:
El hijo, hasta hace semanas purito intelecto, se encarga de todo lo que pesa demasiado, todo lo que sea desmontar, golpear, pintar, desarrollar un esfuerzo físico.
La hija echa una mano y opina en decoración como si no hiciera sólo mes y medio del día en que le vino la primera regla, como si no tuviera su dormitorio hecho un desastre.
Los amigos apoyan, aportan ideas, aconsejan y, si viene al caso, arriman el hombro.
El hombre de mar embarrancado desde siempre en las mujeres de tierra adentro, le regala la sabiduría de toda una vida navegando contra la corriente y le presta sus manos para el bricolaje complicado. A cambio, ella le mima con comida casera, le deja dormir la siesta en su sofá y le da un poco de amor sin ancla.
Entre todos conseguiremos que sea acogedor, se dice ella liando un cigarro mientras contempla el resultado de la tarea de hoy, a pesar del maldito techo técnico. En las últimas semanas se le han llenado las manos de callos y pequeñas heriditas. Se me están poniendo manos de hombre, piensa mientras frota con los dedos de la derecha la palma de la izquierda.
Y cae en la cuenta de que, el hombre en la sombra que ha adelantado el dinero para el salto al mundo real del universo proscrito, el mecenas misterioso al que ella apenas ha visto en concurridas reuniones tres o cuatro veces en su vida- ni siquiera se ha encontrado con él para pedirle o recibir el dinero, bastó un correo electrónico-, no ha puesto nunca los pies allí.
Ni probablemente lo vaya a hacer.
Tal vez le sirvan estas crónicas escritas en la tardía noche, cuando nuestra luchadora duerme y yo, artista noctámbula, caliento mis palabras al calor de una copa y un buen fuego.
Gracias.
Hoy va por él.
Sé que nos lee.
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