por Marisol Oviaño
Imagen de Mortadelo en contexto original: myfblog
Son las doce de la noche.
El teléfono suena una vez.
Siempre estoy despierta a esas horas y suelo tenerlo cerca del ordenador, no tardo en contestar.
– ¿Dígame?¿Dígame?…¿Dígame?
Mi teléfono es antiguo, no se ve quién llama.
Cuelgo.
Vuelve a sonar.
Vuelvo a cogerlo.
Ídem.
Vuelve a sonar.
Vuelvo a cogerlo.
Ídem.
Al principio pienso que es alguien que no se atreve a hablar y le explico al silencio hueco que no puedo ver el número y devolver la llamada para que parezca que soy yo quien se empeña en ayudarle.
Vuelve a sonar, escucho: silencio. Y digo: si quieres algo, habla ya, si no, paso de cogerlo más.
Vuelve a sonar, y paso de él todas las veces que vuelve a hacerlo.
Han llamado seis o siete veces.
Probablemente sea alguien desde un móvil sin saldo que espera que en la pantalla de mi auricular aparezca su número y yo lo llame.
Pero mi teléfono no tiene pantalla.
¿Será algún suicida que ha confiado demasiado en la tecnología?
¿Algún televendedor vengándose de los momentos en que me hago pasar por una niña que está sola en casa y no puede comprar nada?
¿O Telefónica haciendo campaña para que paguemos lo que nos quiere cobrar por la identificación del número que llama?
Me inclino por las dos últimas opciones.
Quienes tienen mi número de casa, tienen mi móvil.
Y ése tiene una pantalla bieeeeeeen grande.