Su hijo adolescente va pintando con el rodillo y ella va rematando tras él.
En un receso para fumar un cigarro, observa orgullosa a la sangre de su sangre.
Y piensa en lo importante que resulta en la vida de cualquiera conocer de cerca el trabajo duro. Mientras los amigos de su hijo estarán tirados en el sofá jugando a la play, él está allí, dando el callo para ayudar a su madre a que uno de sus proyectos vea la luz, sintiéndose importante en el entramado familiar, necesario, útil.
Hombre.
Mientras el chaval escurre el rodillo, ella le cuenta que su abuelo a su edad llevaba dos años subido a un andamio.
Piensa en lo mucho que ella ha peleado por sacar adelante a sus cachorros durante los últimos años, y toma el esfuerzo de su primogénito como un regalo de Navidad envuelto con primor de manos agradecidas.
Al chaval lo lastraba lo mismo que a todos los chicos de su generación: una monotonía muelle en la que sólo había que escribir una carta a los Reyes, o hacer un mohín de disgusto, para que todos sus deseos se vieran concedidos. Una vida sin sacrificios. Que es lo mismo que una vida sin premios. Sin lecciones de las que aprender a sobrevivir.
Pero en los últimos tiempos la realidad ha ido a visitarle con toda su crudeza. Ha entrado en la adolescencia sin abuelos y sin padre. Ella es quien tiene que enseñarle a encajar, esquivar y noquear. A cazar.
Él se vuelve y la mira sonriente:
– Parece que no, pero esto cansa ¿eh?
– Es una lección práctica …- contesta ella encogiéndose de hombros.
– Ya- contesta antes de que acabe la frase-. Como tú dices: forma parte del entrenamiento para la vida.
—-
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Yo creo que la pereza de los chicos viene sobre todo de la verdadera y profunda falta de libertad y de la falta de oportunidades de participar en la vida.
Los chicos están deseando participar en cualquier cosa. No te extrañe que, ahora que se sabe útil, dentro de unos días sea él el que tome alguna inciativa.
Eso es así. Les sobreprotegemos de este mundo que no nos gusta. Les damos mucha teoría, pero en la práctica, no contamos con ellos como personas independientes de nosostros.
Y en cuanto tienen oportunidad, ellos nos demuestran las ganas que tienen de sentirse útiles, de tomarse en serio ésto y de que les tomemos en serio.
Tengo una hija de 12 años, y muchas de sus reflexiones sobre el mundo en el que vivimos, me hacen ver que comprende mucho más de lo que se piensa puede hacerlo una niña de su edad.
Por un lado, me alegro de esta crisis que nos va a hacer «arrimar el hombro» a todos, niños incluídos. Esta sociedad del bienestar en la que han nacido los estaba atontando.
… a ellos y a todos. Cucharadita de revulsivo para todos.