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Yo estuve allí

por Pedro Lluch
Fotografía en contexto original: groups yahoo
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Toda la literatura testimonial de la Shoah deriva su valor del “yo”. Y se trata de un “yo” muy particular, o, quizás al revés: un “yo” muy común pero que, en circunstancias muy extraordinarias, se erige en la voz de los sin-voz y habla (o escribe).

No se trata de un personaje que dice yo, como el Marcel que protagoniza À la recherche du temps perdu y que no hay que confundir con el Señorito Proust que la redacta. No es el yo de un personaje inserto en un relato, como el capitán Marlow, que da cuenta de la expedición de rescate que nos es contada por Conrad en El corazón de las tinieblas. No es tampoco el ego cartesiano, o, yendo más atrás, no es el de San Agustín confesando sus cuitas. Tampoco es el falso yo de la literatura picaresca: no es Lázaro ni Guzmán de Alfarache. Ni es Montaigne diciendo “Moi même je suis la matière de mon libre”.

El yo que relata la travesía por el universo concentracionario, es el que desde la supervivencia, desde el otro lado de la muerte, da cuenta de lo vivido y asume la memoria de cuanto ha visto. Albacea de cuantos desaparecieron en ceniza, en humo, en huesos calcinados, es un yo muy exigente y torturado que, a menudo, acaba buscando huecos de ascensor para tirarse, ríos en abril (Levi, Celan), tanta es la carga de la muerte que le abruma, y la consciencia de haber sobrevivido a la voluntad nazi de exterminio gracias al azar.

Pero ellos estuvieron allí. Y con coraje lo cuentan. Y el “yo” se encarna en una voz sin mácula y fidedigna en el testimonio. Una vez más, no confundamos a la persona con su voz. Ésta forzosamente ha de ser limpia para amparar la necesaria credibilidad que la memoria de los que se quedaron exige; otra cosa es la persona sometida al envilecimiento, a la indignidad: no era fácil mantenerse inmaculado en tales condiciones.

El lector ha de vencer muchas resistencias para asumir el relato. Tomemos por ejemplo el relato de una mujer en la cola de los hornos de Stutthof que, cuando ya se acercaba a la boca del infierno (donde obreros polacos cogían a las prisioneras entre dos y las metían de cabeza en los hornos, vivas y paralizadas por el horror de lo que estaban viendo, de lo que estaban protagonizando), fue apartada por una jefecilla nazi cuando estaba a punto de entrar en el fuego y que acabó sobreviviendo y reunió el coraje de escribirlo luego (Ante el fuego, Trudi Birger, Ed. Aguilar) para pasmo de un lector que, ante estas atrocidades, se dice: ¿esto pudo ser? ¿Es asumible esta brutal sinceridad en el relato?

Debe ser asumida. El relato puede resultar brutal. Pero más lo es la realidad contada. El abismo. La incertidumbre. El azar. El miedo. La duda. La mentira. El engaño. El dolor. La cobardía. La rutina. La rebeldía. La honestidad. El coraje. De esta mezcla surge la brutalidad del relato.

Y además: ¿cómo dar voz a lo inefable? La vía mística no sirve. Tras la experiencia de los lager no caben metáforas, no sirven alegorías, ni comparaciones y demás tropos. Sólo la palabra clara y la voz exacta pueden decir lo que ocurrió. No hay zarandajas, no hay alharacas, guirnaldas o epítetos que dulcifiquen el horror. Los que no pueden hablar no lo permitirían. Sólo cabe la brutal sinceridad.
Aunque no nos guste.

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