por Pedro Lluch.
Fotografía de un almacén a las afueras de Almatý
Curiosamente, se llama Sereno quien pide a Séneca ayuda para sobrellevar la intranquilidad de su ánimo y hallar la serenidad que ni en su nombre encuentra. Cansado no por la tempestad sino por la náusea, le escribe y contesta el epicúreo con psicoterapia avant-la-lettre que muchos harían bien de releer hoy en día.
Estoy en mi momento zen: habiendo efectuado un late check-out (el avión no sale hasta las cuatro de la madrugada) pido un agua con gas, hielo y limón, pongo un cenicero al alcance de la mano y me dejo mecer por el piano que una mujer fea y con los ojos cerrados toca deliciosamente en el vestíbulo del Hyatt. Una china esbelta, de lacia melena y anchos pómulos espera a su mafioso. Es guapísima, elegante, de piel delicada y manos largas. Él es un uigur alto, de cabeza rapada y anchos rasgos angulosos, fibroso todo, vestido de negro y fumador ansioso. Sus ojos recelan de continuo, mirando oblicuos en todas direcciones. A ratos habla por teléfono, susurrando. Entonces se levanta y da unos pasos, se aleja, se aparta, y sólo vuelve cuando cuelga a sentarse junto a su damita.
Sé que es un mafioso porque hay dos gorilas que no se sientan y controlan discretamente las idas y venidas de los clientes. Sé que es un mafioso porque el front desk manager de guardia viene a sentarse a su lado con unos papeles y le habla apocadamente, tratando de no contrariarle pidiéndole una firma. Sé que es un mafioso porque ayer, en este mismo lobby, me lo han contado, se encaprichó de una rusa, se acercó a ella, la invitó a una botella de champán, que ella rechazó, y pretendió subírsela a la habitación sin miramientos. Cuando ella protestó, la seguridad del hotel le dijo que no podían intervenir. Sé que es un mafioso porque tiene toda la pinta de serlo y a estas alturas ya reconozco la pose y la desfachatez de tales hombres. Me lo imagino echándole un polvo a la china larga con quien se arrumba en el diván frente a mi mesa del piano-bar con la misma delicadeza y atención con que uno se limpia los dientes.
Vuelvo a Séneca. Le recomienda a Sereno que se examine y ponga “por delante y bien visible todo el vicio”. Yo enfrente lo tengo, todo el vicio, pienso. Y sigue luego con una lista de hombres ajetreados (“consagrados a brillantes profesiones y abrumados con grandes títulos, mantenidos en su simulación más por la vergüenza que por la voluntad”). También menciona a “los que andan mudándose de un lado al otro, como los que tienen el sueño difícil, que a fuerza de cansados encuentran la quietud”. Con todos ellos congenio; ando loco y destemplado por los cambios de horario y las camas huérfanas de tantas noches en sitios diferentes. Huimos de nosotros mismos: “flacos somos para soportarlo todo y no tenemos aguante para sufrir mucho tiempo ni el trabajo, ni el placer, ni a nosotros mismos, ni a ninguna cosa”.
Ahora le está claramente metiendo mano por debajo del jersey, y ella también con su entrepierna anda jugando. Mis miradas son discretas: no quisiera ser descubierto por él, que me pillara de voyeur, que me disparara con sus ojos negros, rasgados, felinos; peligrosos. Los dos matones que le escoltan se han acercado, uno está de pie junto a diván, como sin ver nada, pero sin perder ripio, y el otro junto a las escaleritas de acceso al piano-bar, controlando la parte de atrás. La pianista, que sigue con los ojos cerrados, entona el “Bésame, bésame mucho”. Yo vuelvo la vista a mis papeles.
Recomienda principalmente Séneca, a aquellos intranquilos, que encuentren satisfacción en la cosa pública, ya sea en el foro o en el senado o en la milicia. O en los estudios. “Si te retiras a los estudios huirás de todo el fastidio de la vida, (…) ni te cansarás de ti mismo, ni serás inútil a los otros; muchos buscarán tu amistad y los mejores vendrán a ti”.
David se acerca a mí. Se sorprende de encontrame leyendo a Séneca. –No sólo de grifos vive el hombre, le replico. Se ríe, y supongo supone que mi agua con gas es en realidad un gin-tonic. –¿Has visto a la gachí? –Tú ni caso, no te metas en líos. David es diez años más joven que yo. Vasco de txapela bien calada y pocas millas todavía, pero apunta maneras. Me invita a unirme al grupo para salir juntos a cenar shurba uzbeca (una sopa de carne de carnero muy especiosa) y un segundo plato de carne de caballo sobre una base de arroz aromatizado que está muy rico. Él ha ido a comer a este restaurante al mediodía, no está lejos, es bueno, me dice, y me convence. Guardo el Séneca en el maletín y me uno a la cuadrilla. Se acabó el ratito zen.
A las cuatro sale el avión. Tenemos tiempo de sobra. Entretanto el mafioso se habrá tirado a la chinita espigada. Sin miramientos.
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Me encantan las crónicas del viajero. Y qué ganas me están entrando de releer a Séneca. Lo leí por última vez en la facultad y después vendí todos los libros para costearme un viaje a Ibiza. Hace mucho que no nos vemos en Madrid, Pedro. Y tienes la buena costumbre de dejar un libro en mis estanterías cada vez que vienes por mi casa. Ya he preparado un hueco para Séneca (jejeje, quién no llora no mama)
Los hoteles son como pequeñas islas dentro de las ciudades. Islas en las que se mezclan personas de diferentes razas, culturas, religiones… Como mundos aparte, con sus propias leyes. Lugares en los que pueden coincidir mafiosos exhibicionistas con viajeros que ronronean mientras leen a Séneca.
Seguro que el mafioso ya no se acuerda de Pedro, pero gracias a Pedro todos estamos viendo al mafioso.
Muy buena observación, Susana