por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: lagranepoca
¿A quién no le gustaría heredar una fortuna después de 204 años? Que te llamaran por teléfono y te dijeran que el bisabuelo de tu tatarabuelo era un mercenario español que perdió un tesoro al hundirse el barco que lo transportaba de América a España, que lo ha encontrado una compañía estadounidense y que es mejor que te pongas listo porque todo mundo lo reclama.
Desde julio del año pasado he seguido, como si fuera una de las novelas de Arturo Pérez Reverte, la pista del Cisne Negro, como se conocía el caso del buque La Mercedes, hundido por la flota británica en 1804, en las costas de Algarve. Resulta que en marzo de ese año partió de Lima, Perú, con más de doscientos cincuenta mil pesos en monedas de oro y plata pertenecientes a préstamos patrióticos o donativos de guerra de la Nueva España a Su Majestad el Rey Carlos IV y casi setecientos mil pesos también de oro y plata pertenecían a mercaderes españoles. Pero el buque cargado con los tesoros de América no viajaba solo, lo custodiaban siete fragatas que nada pudieron hacer cuando, casi al llegar a Cádiz se encontraron con la aparición de la flota inglesa que sin miramientos abrió fuego y antes del amanecer, porque supongo que la batalla fue de noche para que resaltaran más los cañonazos se hundió con todo el oro y los 250 tripulantes que llevaba. Doscientos años después los cazatesoros gringos de Odyssey Marin Exploration encontraron el naufragio y dijeron: éste oro es nuestro.
Parece una película de Los piratas del Caribe o una de las historias que me contaban cuando era niño y por las que casi tiré mi cuarto buscando tesoros, en la casa donde viví mi infancia. Era una vieja casona con un montón de leyendas sobre aparecidos, monjas enterradas vivas en las tapias de casi un metro de espesor, ollas de barro llenas de oro y enterradas en algún lugar, tesoros escondidos en los tiempos del Segundo Imperio o en la época de la Revolución. Yo siempre me creía esos cuentos y como cualquier niño soñaba con encontrarme un tesoro, por lo que aprovechaba los días que había albañiles en casa para usar sus herramientas y buscarlo. Primero golpeaba con un martillo por el piso y las paredes, donde sonara hueco, según yo ahí era posible encontrar oro. Trabajaba de noche o cuando mis padres no estaban en casa. Mientras los albañiles instalaban un nuevo baño o arreglaban una tubería rota, yo hacía agujeros por todos lados: atrás de los cuadros, o de los sillones, en el tiro de la chimenea, atrás del nicho de la Purísima, que mi madre veneraba y que supuse era la guardiana, pero sobre todo debajo de mi cama. Al final me concentré en ese sitio. Llegó a ser tan grande el hoyo que una noche apenas pude cubrirlo de nuevo con mi cama y, a la mañana siguiente, la chica que hacía el aseo casi muere ahogada al irse de boca buscando la escoba que acababa de tragarse la tierra. Jamás encontré ni doblones de oro ni joyas virreinales, nada, sólo agua. Terminé por declarar bajo tortura, a punta de fuetazos, las otras excavaciones que tenía empezadas en algún rincón.
Por eso he seguido el caso de La Mercedes y del Merchant Royal, otro pecio inglés con carga y navegantes españoles que naufragó en 1641 y el cual también transportaba oro para pagar a los soldados que combatían en los Tercios de Flandes. La gran incógnita ahora a resolver por un juez de Tampa, Florida, que es donde interpusieron su demanda los de Odysseys, es de quién es el oro, si del Perú, de España, de Inglaterra, que reclama parte del Merchant Royal, o de los descendientes de los mercaderes que suman ciento treinta, casi todos ibéricos, algún marqués o conde seguramente venidos a menos, esto suponiendo que a los esclavos africanos o indígenas que extrajeron esos minerales se les haya cubierto también su paga y prestaciones que en aquel tiempo se otorgaban. Porque así como Egipto reclama a Alemania sus tesoros exhibidos en museos de Berlín o el presidente de Venezuela exige al Papa Benedicto XVI una disculpa pública por la conquista católica de América, llevada acabo con sangre, sería bueno que cada gobierno de los países Europeos que fueron imperiales hiciera su mea culpa con los continentes que colonizaron y devastaron, dejándolos en la ignorancia y el hambre. Por lo que no debe sorprenderles ahora la avalancha de inmigrantes a Europa o de mexicanos a Estados Unidos que vuelven por lo que alguna vez fue nuestro.
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Pero amigo Naró, si la ignorancia y el hambre son la única patente propia de esos países desde que se «liberaron». Durante la época del Imperio español se vivía mal en todas partes, y, por encima de todas, en España. (Peste y 4 bancarrotas del Estado fueron la realidad del siglo de oro).
¡En esa época le emigración era desde España a América! ¡Y en masa y pidiendo permiso -a Cervantes se lo negaron dos veces-!
La llamada liberación no fue sino un quítate tú para ponerme yo, por parte de las oligarquías locales, tan miembros del imperio como cualquiera, y las más corruptas de la tierra. Y hay que ver lo mucho que han empeorado desde entonces.
Ya está bien de tonterías.
Cuánta razón tenéis los dos.
Queridos Miguel y Carmen:
la historia de la humanidad esta llena de este tipo de injusticias y en realidad quien tiene la culpa son los gobernantes, no el pueblo, porque a él casi nunca le llega el beneficio, pero ¿quén elige a los gobernantes? en el mejor de los casos, el pueblo.
Buen inicio de año,
Naró