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Petra

por Pedro Lluch
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Somnolencia de mañana soleada recorriendo la autopista que lleva al sur, hacia Petra. Somnolencia de burro aparcado a la sombra de una roca. Somnolencia de pasos cansados, bajando hacia el cañón que da acceso al recinto arqueológico de Petra. El Sol no quema aún y las sombras refrescan.

Con pasos tímidos se acerca uno a las escarpadas laderas de rocas fantasiosamente labradas por el tiempo. De origen detrítico, el roquedal son apelmazadas moles de arenisca que han sedimentado sus colores (amarillos, blancos, ocres, dorados, cárdenos, rojos, borgoñas, bermellones, marrones, sienas) en líneas que contonean su hermosura al albur de unos tiempos geológicos que se nos escapan. El cielo azul en lo alto, las sombras, las escuálidas higueras que asoman entre grietas, sedientas, de lacerados troncos y hojas que amarillean. El cañón, sîq en árabe, se estrecha mientras serpentea montaña adentro. El caminante ralentiza el paso y su pasmo crece: levanta la mirada hacia el cielo y se siente pequeño, encajonado, en una especie de canal de parto pétreo. A trechos, el piso son losas de pavimento romano (desiguales, romas y gastadas); a trechos es arena fina.

Petra, a tres horas en coche al sur de Ammán, fue la capital de los nabateos. Y de los edomitas antes. Y ciudad importante del comercio levantino entre Arabia y el Mediterráneo en los siglos del imperio romano. Luego, una serie de terremotos desbarataron su prestancia y la hundieron en el olvido de los hombres; perdiose su rastro durante siglos de rocas y arenales barridos por el viento. Sólo unas tribus beduinas sabían de su existencia. Sólo en 1812 un explorador suizo descubrió el valle y sus cañones con paredes labradas, esculpidas, excavadas.

Y hoy es el mayor centro de atracción turística de Jordania junto con el Mar Muerto.
Me siento al sol frente al valle. Frente a mí tengo un farallón altísimo y en él excavadas las tumbas reales nabateas. Reatas de turistas a lomos de borricos ascienden la cuesta. Hay dromedarios también al servicio de los vagos, de los impedidos o cansados, haciendo funciones de taxi, y también hay calesas disponibles por unos pocos dinares. Me gusta oír el tintineo de su trote, el repiqueteo de las pezuñas contra el suelo, pervivencia de antiguos medios de locomoción que ya no suelen oírse a menudo. Los jinetes son jóvenes bedus, de negros cabellos lacios, brillantes, como aceitados, de tez morena, rasgos estilizados, de huesos largos y andar felino. Ojos negros, miradas rapaces, rápidas. A escondidas de los pasajeros, arrean puyazos en los lomos de las bestias para espabilar su paso; a ratos brama un camello llenando el valle con su gañido aterrador; suena estentórea su queja como la ghayn del alifato. Hay niños también que venden baratijas, piedras bizarras, colgantes y postales y botellines de agua. Revolotean alrededor de los turistas, chapurreando un inglés de subsistencia. Unos tenderetes ofrecen recuerdos más elaborados, guías en numerosas traducciones, kufiyas (pañuelos beduinos), cuchillos, gorras, sillas de montar.

Junto a lo que queda de un aljibe romano, o una fuente, crece un espléndido pistacho de 450 años, según indica un cartelón claveteado al tronco. A su sombra se cobijan un momento los turistas, se agrupan, y siguen avanzando. El sitio arqueológico se extiende a lo largo de un recorrido que semeja al de Ikea: forzosamente quien se interne en el sîq habrá de ver y de descubrir y pasará frente (y de largo) a lo que hay que ver aquí. Como muy cómodo todo. Yo sigo quieto, sentado sobre unos sacos terreros que protegen una cata arqueológica a un lado del templo romano, viéndoles pasar, viéndoles ascender por las laderas para echar un vistazo a los mosaicos de una basílica bizantina. Viéndoles pasar de largo frente al templo para llegar a los entoldados de unos restaurantes que les darán refrescos y comida, y donde podrán cotorrear (secándose el sudor de la caminata) enseñándose las fotos que acaban de tomar y que siete días después volverán a enseñar a las familias cuando hayan vuelto a sus hogares a explicar que han estado en Petra.

El pedregal, desnudo de vegetación, arriscado, retorcido, lleno de color (y de combinaciones de colores), con la luz del Sol que rebota en las paredes, que se tiñe de rojos, de violetas en las sombras del sîq, de blancos en la lejanía, las inaccesibles cumbres que cierran el valle, la aridez de cada laja, de todas las sombras… todo ello confiere al paisaje un aura lunar que emboba. Petra es un decorado fabuloso, y la fábula me lleva a considerar tanto la vida que aquí se dio como los muchos siglos de olvido que siguieron. Ciudad comercial, cruce de caravanas, centro político y administrativo de un país, de una cultura, luego desapareció borrada de la historia. Sitio ideal donde uno puede masticar la realidad del Sic transit gloria mundi.

Sitio para sentarse un rato y tomar distancia.

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