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Tras el escritorio 2: Padre y muy señor mío

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Miguel Pérez de Lema

Como soy pobre -esto es, más pobre que antes- ya no compro libros y sólo releo, a veces, unas pocas páginas de algún clásico. Cuando dejé de fumar me dio por calcular lo que le había tributado a tabacalera en tantos años de esclavitud y darme el placer de viajar con la imaginación con esa suma alrededor del mundo. Lo que gasté en libros no me da para tanto, si bien tengo la duda de si no es también un vicio del que conviene desengancharse, este de leer libros. De momento, quitarse de comprar como medida económica, luego ya veremos si abandonamos para siempre la lectura como medida sanitaria.

Tantos años fumando y leyendo y no sé nada, no tengo nada, no espero nada, no he recibido nada de estas inversiones en humo y letra impresa. Veo ahora por el retrovisor que yo era un hombre que fumaba y leía, y casi nada más. Umbral hablaba de ese farallón de libros del que uno se va rodeando en casa y que lo aislan de la realidad, le roban el oxígeno y hasta los llamaba, a sus propios libros, «cajas de puros sin puros». Pues eso, que ya no compro más cajas de puros sin puros, ni paquetes de cigarrillos con cigarrillos. Ya sólo, de vez en cuando, abro alguna de esas viejas cajas de puros, aspiro su aroma un rato y vuelvo a colocarla en su lugar. Ese lugar en el espacio de la casa al que han llegado los libros a través de una serie de combinaciones misteriosas en las que yo sólo he podido ser el medium. Quizá los libros conspiran entre ellos para crear un discurso coherente a través de su orden-desorden, de su contigüidad, de la sucesión de sus títulos.

Anoche abrí y olisqueé un Kundera del 94: «La identidad». No releí entera esta novelita, porque ya no leo con inocencia sino de vuelta, y soy incapaz de interesarme por cómo termina una historia, por si la hija de la portera se acaba casando con el príncipe o el espía roba los planos de la central nuclear o qué se yo. Pero sí aspiré unos cuantos efluvios de máxima calidad que me recordaron que hay una esencia en la verdadera literatura que, a pesar de todo, merece la pena retener. Creo que esa esencia está en una o ambas de estas dos cosas: el estilo o el punto de vista.

De Kundera interesa sobre todo el punto de vista. En la novela una mujer pasea por una playa turística y observa con la precisión de un entomólogo cómo los hombres contemporáneos, cargados de niños, hemos dejado de ser padres para convertirnos en papás. Y cómo las mujeres nos desprecian -sin saberlo, probablemente- por ello. Me duermo con la idea de pertenecer a la primera generación de papás-papás y me acuerdo de mi padre, representante de la última generación de padres-padres. Y me reafirmo en la idea de abandonar este vicio de leer, con lo agusto que estaba yo anoche mirando la tele con los ojos en blanco hasta que me dio por desempolvar una caja de puros.

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«…sus tacones, que resuenan en la acera me recuerdan los caminos que no he recorrido y que se ramifican como las ramas de un árbol. Usted a despertado en mí la obsesión de mi primera juventud: imaginaba la vida ante mí como un árbol. Sólo se ve la viad así durante un corto periodo de tiempo. Después aparece como una carretera impuesta de una vez por todas, como un túnel del que ya no se puede salir. » M.K
La identidad

jejeje, estáis hechos el uno para el otro.

Como lectora y escritora, comparto vuestra fascinación por la literatura.

Como Miguel, yo tampoco tengo pasta para libros, pero los leo porque nací para leer, escribir y parir. Como Miguel y su padre, entre mi madre y yo abisma una generación. Tuve un padre-padre y una madre-madre.
Yo soy una madre-padre.
También ando avanzando por un territorio inexplorado, y me acompaño de literatura porque es lo que me hace feliz: puedo morir esta noche.

Como mujer, la identidad me la trae al pairo. Quizá esto sea común a todas las mujeres, no lo sé.
A fin de cuentas, nosotras siempre sabemos quienes son nuestros hijos.
Soplen los vientos que soplen.

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