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Israel, Shemá Ishrael (1)

por Pedro Lluch
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Es pronto, pero el Sol está ya alto. La luz del día, desleída en el polvo en suspensión que llega desde los desiertos, confiere al paisaje una granulosidad de foto antigua: en la distancia los colores se quiebran y pierden vigor. La carretera que desde Ammán lleva a Cisjordania traza sus curvas en el paisaje árido y se hunde hacia el valle entre barrancas y lomas desnudas, pedregales romos donde las cabras han trazado senderos paralelos como curvas de nivel. A lo lejos, se extiende el valle manchado de verdes apagados. Allá es Jericó, me señala el taxista: casas blancas al pie de una sierra pelada igual a la que ahora estamos bajando. Son las montañas de Palestina. Es Israel.

Ammán dista apenas 90 kilómetros de Jerusalén. Pero la excursión lleva horas: salí a las 07h30 y sólo llegué a Jerusalén a las 12h00. Controles fronterizos. Se han de cruzar las zonas militarizadas. El cruce ha de hacerse en autobuses especiales. Se ha de tener paciencia y tiempo. Y ganas. Y dinero (exit fees de un lado y del otro, autobuses, cambios de divisas…).

Salir de Jordania es relativamente fácil. Entrar en Israel es otra cosa. Inmediatamente luego de cruzar el río Jordán que hace de frontera se detiene el autobús en una garita y hemos de apearnos a enseñar los pasaportes. Alrededor de la garita dos soldados con subfusiles rondan despreocupadamente. Uno de ellos es negro, el otro moreno de ojos azules. Ambos llevan chaleco antibalas y kippá. El paisaje de colinas bajas está labrado de trincheras y posiciones de artillería. Ristras de alambradas y caminos de ronda. Garitas bajas en las cimas de las colinas. No se ve actividad, pero todo parece preparado para que pueda haberla.

Llego al check-point israelí con las manos vacías. No soy un mochilero. Ni soy un jordano o palestino con bártulos y bultos, todo gente mayor, que se apean del autobús conmigo. No he de hacer la cola para depositar nada en las cintas de los aparatos de radiografía. Y me dirijo hacia el control de pasaportes. Me intercepta un joven de veinte años tirando a flaco, en camisa y tejanos y con gafas de sol. De un arnés atado al hombro le cuelga un fusil de asalto Galil de culata plegable. Señalándome, me dice que pare. Doy un paso hacia él y levanta el arma y me espeta “Stand there, don’t move”. Ha gritado, me paro, la gente me está mirando; súbitamente siento que ha cristalizado la tensión; refreno la intuición que me lleva a levantar las manos; me doy cuenta de que estoy ya en Israel: he de ser más ágil obedeciendo las indicaciones de la policía. El policía me dice que vacíe los bolsillos. Le entrego el pasaporte, mi boli y el moleskine, el estuche con mis gafas de sol, la cámara. Lo coge todo con una mano (la otra sostiene el fusil a media altura, con el índice en el guardamonte) y lo deja aparte. No llevo nada más. Date la vuelta, me dice. Me doy la vuelta. Medio sonríe. Me da paso. Entro en la sala de chequeo. Me hacen quitar el cinturón. Me hacen pasar por un arco detector de metales. Me hacen entregar el mechero y el paquete de tabaco a un funcionario (que comprueba el contenido del paquete de Marlboro). Me lo devuelven. Sigo adelante. Los palestinos hacen cola pacientemente con los pasaportes en la mano, en silencio; hay algo en ellos de rebaño, de grey condenada y habituada a sufrir este tipo de controles. Me hacen entrar en un cubículo que me rocía con aire, supongo que tratando de oler si he estado en contacto con sustancias explosivas. Luego me tienen sentado un rato hasta que llega otro policía de civil que, con acento argentino, inquiere sobre mis razones para entrar en Israel. “He venido a visitar Yad VaShem y vuelvo hoy a Ammán para volar a casa”. Le parece raro. “No le dará tiempo”, me dice, “la frontera cierra a las cuatro”. Voy a Yad VaShem y vuelvo a Ammán, esta noche retorno a Barcelona, eso le digo. No quiero que sepan que he venido a encontrarme con el Joe the plumber local, Omar the Plumber, de Ramalah. Le conocí en Milán, durante una feria. ”¿Tiene los billetes?” “No, los he dejado en el hotel. He venido con lo puesto.” Sigue: “¿No lleva Usted ninguna arma, o nada que se pueda usar como arma?” Sonrío asombrado por la pregunta. No, contesto. Me devuelve el pasaporte y todas mis cosas.

Hago luego cola para presentar mi pasaporte a la oficiala de fronteras que lo ha de dar por bueno y visar. Sigue el interrogatorio. También la oficiala chapurrea el castellano. Me pregunta si he venido a ver a alguien. He venido a rendir homenaje a las víctimas de la Shoah, quiero ir a Yad VaShem. ¿Es Usted judío? No. ¿Cómo sabe Usted de la existencia de Yad VaShem? ¿Lleva Usted un arma, o algo que se pueda confundir con un arma? ¿Ha estado Usted anteriormente en Líbano, en Siria? Sí. En Líbano. Y en Siria también. En todo Oriente Medio, le digo, soy comercial, cubro Oriente Medio, vendo grifos. La oficiala empieza a hojear nerviosamente las hojillas de mi pasaporte. La tranquilizo: he hecho emitir un pasaporte nuevo para este viaje. Introduce los datos en su ordenador. ¿Lleva Usted su antiguo pasaporte encima? No. Sigue preguntándome. ¿Viaja Usted solo? ¿Dónde se alojará en Israel? Al final sella el pasaporte y me hace pasar a otra cabina. Me toman una foto. Me vuelven a preguntar si llevo armas. Digo que no.

En el torno que da acceso al vestíbulo de salida aún he de enseñar otra vez el pasaporte para comprobar que está debidamente visado y he de oír de nuevo que me preguntan if are you carrying any weapon.

Cuando salgo al sol otra vez considero que debería haber dicho que sí: llevo un boli conmigo.

0 respuestas a «Israel, Shemá Ishrael (1)»

«Omar the plumber» no es idea mía: la saqué de Al-Jazeera en inglés. Hicieron un reportaje de diez minutos con un mayorista de suministros para la construcción de Cisjordania, exactamente el tipo de cliente con que suelo tratar. Y mostraba los tremendos problemas que tienen para importar, para moverse, para atender al negocio… Y lo poco que les importa el color de piel del Sr Obama.

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