Este fin de semana he cerrado una de las etapas más importantes de mi vida.
A pelo, apenas con alguna copita de whisky, sin entierro de la sardina en la Plaza Mayor, ni “pobre de mí” sanferminiano.
He colgado el último número de LaRevista, que saldrá esta semana para nuestros lectores de las listas de correo. Es extraña cosa ésta haberle dedicado gran parte de la existencia a algo que no puedo tocar, a algo que, como el dinero, sólo son anotaciones digitales: estadísticas de las visitas y, correos en los que lectores de los que nada sabemos, nos felicitan por nuestra labor o recomiendan a algún amigo uno de nuestros artículos.
Continuaremos escribiendo aquí, pero también el blog son anotaciones digitales.
Mi padre murió hace cinco años y sus nietos pasan por delante de su obra con frecuencia. Yo les voy aleccionando para que, cuando tengan hijos, puedan decirles: ¿ves ese edificio? Pues la fachada la hizo tu bisabuelo. Su trabajo está diseminado por la geografía de Madrid e incluso por la de España, yo misma fui a comprar con su coche algunos de los materiales que ahora me contemplan en los atascos.
Y, a toro pasado, me doy cuenta de que me decidí a montar LaEditorial por la necesidad de tocar mi trabajo con las manos, como si me fiara más de ellas que de mis ojos o mi intelecto. Porque a pesar de ser una cibertrabajadora, sigo siendo un animal que sólo cree en lo que puede oler y tocar. Y Seduciendo a dios, nuestro primer libro, es muy suave al tacto.
En plena era de la información, yo siento la necesidad de producir objetos.
Quizá porque a ellos sea más fácil ponerles precio.