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Hablar con el fuego

Por Marisol Oviaño

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La casa al fin queda en silencio.
Los niños están acostados.
La televisión y los ordenadores callan.
Apago la única luz que había, la de mi mesa.

Me siento frente al fuego.
Las llamas suenan como sábanas que flamearan a un viento racheado.
La madera crepita como si esta breve vida después de la muerte la asombrara.
Las brasas murmuran secretos que sólo las viejas conocen.

A las tres escucho.

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Lamento mis horas en el caminar cada vez más cansino y pesado movido por el motor de la inconsciencia. Sólo la vida, ese germen que me fue concedido y del que sólo la muerte me privará, quiere avanzar en este mundo de polvo y piedra. Siento que estoy vivo pero hasta de esto se puede dudar en la inmensidad de la nada. El futuro es una realidad cuando soñamos, que se transforma en un presente diferente y casi siempre peor. Para que ilusionarse si el horizonte es un oasis sin agua, un castillo de naipes, un puente de arena. Yo ya hace tiempo que me dejo llevar por el viento de la madrugada.

Avanzo por el desierto esperando un encuentro. No hay nada ni nadie reconocible salvo el oleaje de este mar dorado. El Sol seca mi garganta que ya no sabe hablar. No tengo mapa ni equipaje, ni tengo sombra que me tape, sólo un diminuto tic tac que sabe aún lo que es la lealtad. Soy un polizón de la soledad embarcado sin destino dirigido por las sombras hacia un puerto llamado Guadaña. Espero un cruce de caminos en un pozo sin fondo, una gota de agua en el Sol, un amigo en el infierno, una llama en un glaciar, un destino sin lucha, una vida sin vivirla, una felicidad sin sonrisa.

Me detengo en la acacia seca y hecho la vista atrás. Aún me quedan lagrimas y lloro. Maldigo el viento que borra las huellas que dejo al avanzar. Nadie puede arraigar las pisadas a la eternidad. El pasado, que es ya, es simple alimento para los gusanos de la melancolía. Grito y nadie responde. ¿Será que no hay nadie, o que no pongo el corazón en esa voz que podría salvar al menos mi última caricia?.

¡Oh, cruel destino que me enviaste a gastar el tiempo al infinito desierto de la soledad. Oh, Tiempo inmortal, cuantos granos más he de tragar en la inmensidad de las dunas quemadas y agrietadas por el que marca los días y las noches. Oh, víboras nocturnas que me priváis del sueño silbando en vuestras madrigueras de odio, cuando dejareis reinar a Morfeo en mis pesadillas. Oh, noche fría y traidora que me convierte en escarcha bajo las estrellas, cuando mis ojos verán otro Venus brillar!.

La luz ciega mi destino, pero camino. No hay rumbo pero camino. Estoy perdido, pero camino.

Cuando caminas por el desierto apenas percibes el horizonte. Las dunas no tienen fin, se superponen unas a otras y su color canela se oscurece allí a lo lejos donde el cielo pierde el tono de los ojos de Penélope. ¡La neblina del más allá no está hecha para la torpe vista del hombre!. Tan cerca del polvo es fácil envidiar al águila que puede dominar la planicie desde las alturas. Quiero ser águila pero soy ratón. Ratón solitario.

Estoy cansado. Me detengo acurrucado entre mis débiles rodillas y por primera vez en mucho tiempo mis pasos dejan de mover la tierra. Escucho el silencio y tiemblo. Me pregunto si no es mejor fijar una posición, sino es más sensato claudicar que vagar por el mar seco. No siempre se puede avanzar , me digo. Sin embargo, detenerse en el desierto es morir. La decisión no es parar o avanzar sino morir o vivir.

Mi puño encierra un puñado de arena. Es imposible sostenerla. Se escurre caprichosa entre los dedos. Se escapa. Se va como se van las vidas. Como se van los amores no correspondidos. Cuando quieres darte cuenta sólo queda tu mano con sus líneas secas. ¿Por qué la vida es tan frágil.? ¿Por qué la roca que dura siglos es simplemente la matrona de este puñado de arena que se difumina en mi mano?.

Las gigantescas dunas se mueven a gran velocidad empujadas por el viento. Absorben árboles, montañas, mares. Son la fuerza implacable de lo microscópico. Son el ejemplo más nítido de que la unión hace la fuerza. Ejército de granitos de arena, que forman una fuerza fabulosa. Son además multiculturales. Vienen de todo el mundo para unirse en esta odisea de la regeneración. Son la roca vieja deshecha por los elementos, que se deshace en minúsculas partículas para volver a nacer. Y el hombre dice en su insignificancia: “¡Esta tierra es mía!. Y sonrío.

No tengo pasado ni futuro, pero camino.

Nadie dijo que fuera fácil ¿te acuerdas?

La vida es ese desierto en el que nadie va a regalarte nada.
Y es muy difícil abandonar: no basta con cerrar los ojos para morir.
Y cuando se tienen ojos que ven, como los tuyos, el sufrimiento puede llegar a ser cegador.

He aprendido a sobrevivir con la ceguera que me ha provocado el exceso de exposición a la luz, se me congelan los dedos de los pies cada noche. Y cada día que el sol vuelve a aparecer para calentarme, sé que estoy un poco más cerca de esa muerte que no me da miedo. De sobra sé que el desierto continuará sin mí, de nosotros se alimenta. Mis restos serán devorados por las alimañas, y mi cuerpo se secará sobre esa arena que se te escapa de las manos.

Pero amo el desierto. Porque he aprendido a combatirlo siendo su aliada, ahora sé que él y yo somos la misma cosa. Vivir es nuestra misión.

Todo es mucho más fácil cuando comprendes que la ceguera se te ha dado para sobrevivir en la luz, el frío para desear el calor y el infierno del mediodía para añorar ese momento de la noche en que te sientas frente al fuego en soledad, o entre los brazos de algún nómada.

De vez en cuando, me reúno con otros ciegos y adoradores de la luz como yo, a los que llamo amigos, y calentamos el alma juntos, yo me vuelco en ellos y ellos se vuelcan en mí, dejamos los unos en los otros nuestra pequeña huella inútil- igualmente desaparecerá en el polvo del desierto- y seguimos nuestro camino sabiendo que, si la muerte no viene a buscarnos, tal vez volvamos a encontrarnos y sigamos enriqueciéndonos con lo que los unos aprendemos de los otros. Y si viene a buscar a alguno, brindaremos a su salud y arrojaremos cada uno un puñadito de desierto sobre su cuerpo sin vida.

En medio de la gélida noche, junto a las ascuas de encima vieja, ha llegado nítido tu mensaje. Mis labios han dibujado una sonrisa ya olvidada. Gracias. Seguiré vagando por la planicie y seguiremos compartiendo confidencias en la hoguera

El sol de medio día pega duro. Tan duro que se nubla la vista. Pocos animales aguantan el desierto pero el hombre es un superviviente. Y sigo el camino. Una gota de sudor caliente se evapora delante de mis narices cuan boca de ramera de puerto. En esta sequedad extrema, el páramo se transforma en el saloncito de espejos del Palacio de Versalles. Bajo los efluvios de la calima puedes ver cualquier cosa en ellos menos tu alma. Los espejos no reflejan el alma porque el vaho de la mentira se interpone entre nosotros y el cristal.

Los vientos son abrasadores. Llenan mis fosas nasales como el vapor de un buen trago de tequila. Miro al suelo. Me guía únicamente el equilibrio y la rutina. Caminando errante me encuentro con un cactus gigantesco. Un saguaro de quince metros y dos mil años de antigüedad. No menos de quince brazos le salen del tallo. Podrían ser hijos de cada siglo o recuerdos memorables que habría que festejar con un nuevo apéndice. Quizás vio a Cleopatra besar a Marco Antonio, quizás vio a Lawrence camino de Ataca, quizás un día le cubrió el polvo de los centauros del desierto, quizás se cruzó un día con un buen hombre.

Contento de haber encontrado una sombra donde recuperar el resuello me cobijo bajo sus gordos brazos cubiertos de espinas. No debe ser fácil sobrevivir tantos años en medio de la nada, le digo esperando su respuesta. ¿Recuerdas el atardecer más bonito de tu existencia?. ¿Qué se siente cuando te atraviesa un rayo?. ¿Cuántos de tus hermanos nutrieron tus raíces?. ¿Cuántas estrellas hay en el cielo?. Sin respuestas, diminuto bajo su poder como un niño al regazo de su madre, me cubro con la manta de espinas de este gigante que me protege del abismo estrellado Confiado y sereno, imagino la savia del cactus recorriendo su tallo, sus raíces nutriéndose de la tierra, y sé que hay vida y me siento vivo. Y por fin duermo cálido de nuevo en el hielo plano de la noche.

¡Hay más vida!, y por eso camino.

Me desperezo del plácido sueño, con el ánimo descansado y un nuevo aire de vitalidad. Respiro profundo y el viento fresco de la mañana me llena de vida. Me estiro , me compongo . Mi cuerpo esta fuerte y vivo, preparado para seguir el camino. Disfrutando de la energía recobrada de mi cuerpo, echo un vistazo a mi alrededor. Estoy en una habitación de adobe de techo bajo, tan bajo que apenas podría estar de pie sin tener que agacharme. Unos ventanucos de apenas un palmo dejan entrar los rayos mensajeros del nuevo día. No hay puertas, ni ventanas. No sé como diablos he llegado allí, y lo más importante, no sé como voy a salir de ahí. Los muros son demasiado gruesos como para ceder al empuje de mis brazos. Según pasa el tiempo me voy desesperando. Los ventanucos sólo muestran arena y más arena. Estoy en mi desierto encerrado entre cuatro paredes.

Pasan no se cuantas horas. Intento comprender lo incomprensible, pero no hay sensatez a la que agarrarse. De repente, un ruido golpea la parte exterior de mi pequeña cárcel, alguien golpea la pared sur, y posteriormente la pared este. ¿Qué diablos será ese silbido en medio de la nada?. Asustado me pego a la pared sudando. En el aire ya no hay más sonido que mi respiración jadeante. Por el ventanuco de enfrente mía se asoma algo que me aterra. Una gran cobra negra se cuela al interior de mi celda de barro. Silba de una forma escalofriante. Quieto, imperturbado, veo a la serpiente fijar su mirada en mi miedo. Dos seres perdidos que en la inmensidad del mundo han ido a cobijarse a la misma cueva. Una cavidad en la que sólo cabe uno de los dos. Al ver mis ojos se siente amenazada, y se yergue con todo su poder ante mi. Nunca me había enfrentado cara a cara con la muerte. La cobra fija sus ojos en mi, y su cuello comienza a danzar con tambores de guerra. La serpiente es ágil, esbelta, poderosa. En ese momento sé que uno de los dos debe morir. Es hora de luchar. Concentro todo mi odio para vestirme con el traje del guerrero que siempre soñé ser y nunca he sido. Sin valor para atacar, sólo puedo confiar en el instinto para vencer esta batalla. En un instante, sin pensar, suelto una patada al cuello de la cobra que sale repelida contra la pared. No se mueve. Esta muerta.

Jadeante veo el cadáver negro de mi hermano errante. ¿Por qué he ganado yo esta batalla?. ¿Vale más mi vida que la suya?. Incrédulo, trato de recomponer la cordura. Sin embargo, la cordura me lleva al pánico. Estoy herido. Un colmillo de la cobra sesgó mi empeine y me ha inyectado en una décima de segundo el veneno que va a matarme. Nunca imagine morir en este sinsentido, pero acaso alguien elige como y cuando morir. Me tumbo en el barro a esperar la llegada de las tinieblas. Al contrario de lo que pudiera parecer estoy muy vivo, tan despierto como jamás lo había estado antes. Noto el veneno mortal arrasando mis defensas a la altura del tobillo. ¿A qué velocidad será capaz de propagarse este virus letal?. Es difícil ser un cadáver viviente, aún así mi cuerpo lucha contra lo inevitable en un último y heroico servicio a mi causa invisible. Percibo la muerte en mis venas, asolando células y quemando piel. La batalla está perdida y pronto alcanzará el puente de mando. Ya mis piernas no son mías. Sube la marea de fuego pecho arriba devastando mis entrañas. Me pregunto si seré capaz de notar mi último latido. Pierdo la vista. Se acabó todo.

Mis parpados se abren rebosantes de pánico. El sol de la mañana me deslumbra. Jadeante veo a mi saguaro enfrentarse a un nuevo día. He resucitado del mundo de los sueños. No hay sosiego para el peregrino. No hay noche clara para el que vaga. No hay descanso para el que está perdido.

Encerrado y sinsentido sigo el camino.

El joven guerrero deja sus historias junto a mi fuego para calentarse el alma.
Sus palabras me hacen compañía mientras fumo en silencio.

El joven guerrero es mi Sherezade particular, como yo lo fui de otros.
También yo conté cuentos a guerreros más viejos y curtidos que yo, de los que ansiaba toda su sabiduría y experiencia.

También yo creí que podría cruzar el desierto sólo con palabras.

Con el sol a la espalda inicio de nuevo la marcha con rumbo desconocido. Dejo atrás la sombra del cactus gigante con la esperanza de que sea la primera de muchas más. El día es claro y la quietud de todo cuanto me rodea me resulta descorazonadora. Pienso en la pesadilla de ayer. Sueños como el que apareció ayer en mi mente se aproximan tanto a la realidad que a veces confundo cual de los dos mundos es el auténtico, en el que respiro ahora mismo o en el que morí ayer envenenado por una cobra. La lucha imaginaria que mantuve con la serpiente debe significar algo. Las pesadillas son granos de pus que emergen en nosotros aprovechando la oscuridad de la noche. Me pregunto si el enfrentamiento sirvió para algo, pues al final los dos morimos. Entonces, ¿para qué luchar en un mundo tan perecedero?. El cementerio está lleno de valientes, pero también de cobardes, y la muerte, la única igualdad demostrable para el ser humano, no gasta un suspiro en enjuiciar el valor.

Avanzo ensimismado pisando tierra cada vez más fresca, interpretando ensimismado mi pesadilla. Cuestionando el valor como cualidad positiva o cuanto menos singular , me aproximo inquieto a un cortado del camino. Un precipicio de unos quinientos metros me enseña un cañón labrado en siglos por un pequeño riachuelo que apenas lleva agua. Algunos árboles decrépitos alimentan sus raíces en tan escasa ubre. El agua que diviso a lo lejos es el agua de un glaciar. Pernoctó en el polo hasta que se embarcó a la corriente del golfo. Visito el Mar Caribe, donde fue absorbido por un tifón que le elevó a cinco mil metros de altura. Mecida por el viento cruzó dos continentes hasta que chocó contra una muralla de piedra, donde transformada en nieve decoró la cumbre de las montaña. Cansada del frío se dejó acariciar por los rayos del sol y comenzó a mecerse por los rápidos del río hasta llegar a mis pies.

El cañón es majestuoso, no sé si me impresiona su estética o su antigüedad. Mucha lluvia ha tenido que desgastar esas rocas redondeadas. Estoy al borde del precipicio, a un metro del vacío. Un paso más y aceleraré a doscientos kilómetros por hora. El estómago me dará un vuelco y apenas sin tiempo para pensar me estrellaré contra el suelo quebrando todos los huesos de mi cuerpo. Quizás no me de tiempo ni a coger una bocanada de aire más. En un segundo sería sólo una masa informe de carne y yo habría desaparecido para siempre. Un segundo me bastaría para dejar de pasar frío y calor. Ya no más preocupaciones. Ya no más incomprensión. Sólo un paso, sólo un segundo… Con la mirada clavada en el fondo pienso en acabar. Si el destino me ha traído hasta aquí, si he dado un millón de pasos para enfrentarme a este desfiladero, ¿por qué no seguir avanzando, aunque ese paso adelante, sea el último que tenga que dar?.

“¡Mal camino llevas! le dijo su padre a Icaro cuando con sus alas de cera se aproximaba al sol. ¡Mal camino llevas!, recalcó. No es por ahí , peregrino de las sombras. El río te espera abajo para que te acerques a la vida. Quizás si te asomas a su agua clara el reflejo cristalino de su superficie te enseñe tu destino.”

No siempre la inercia te guía por el mejor camino.

El joven guerrero vuelve cada noche a calentarse las manos en mi fuego.
Y habla en voz alta como si estuviera solo.

Mientras, yo tiendo al viento las pieles de los animales que cacé hoy, cuelgo entre el humo la carne que asegurará el sustento de mi tribu. Acaricio el lomo de mis perros, les beso en el hocico, les doy de comer, les susurro al oído que mañana volveremos a ser señores del desierto y a medirnos con la muerte, y ellos aúllan de alegría.

Me siento a fumar al calor del fuego, cerca del joven guerrero, que sigue hablando. Afilo los cuchillos que necesito para salir a matar mañana, y pienso que a su edad debería estar haciendo feliz a alguna mujer. Que nosotras sólo necesitamos sentir a un hombre dentro y que él está aquí porque cree que puedo enseñarle el secreto de la vida.

Y podría hacerlo.
Podría acompañarle al gran cañón.
Pedirle que se pusiera en el borde.
Y enseñarle que la vida es eso que le impediría cumplir la orden cuando mi voz le gritara:

Salta.
Salta.
Salta.

El eco de una voz seca y profunda rebota de pared en pared en los cortados, llenando el desierto de un sonido que ya había olvidado. El sonido de las palabras. A mi espalda, un ser difuminado, casi como una sombra imperceptible con el sol a su espalda, me mira hierático, confundido con el paisaje, camuflado como un camaleón de las llanuras, completamente integrado en la postal de este vacío arenoso. Doy un paso hacia él con el objetivo de examinarle. Podría ser cualquier cosa, un atracador, un asesino de los acantilados, un traficante, un ladrón de almas, un muerto viviente, incluso un Dios, pero ninguna de esas cosas me preocupa. Lo que quiero comprender es su comunión con el entorno. Su aspecto más de piedra que de hombre, su invulnerabilidad frente a la brisa abrasadora del sur. Un ser que juraría que podría ser eterno, como lo son los desiertos. Ante mis ojos tengo un hombre sin edad cubierto con una vieja túnica beis roída por las pulgas de la madrugada. Un largo pañuelo rojo alrededor de su cuello, agita sus extremos acariciados por la brisa, como si quisiera echar a volar en cualquier momento. Escondido tras las dos puntas rojizas de seda que bailotean al albedrío del viento puedo poner rostro a la voz que hizo virar el rumbo de mi último paso. Un rostro comido por la carcoma, con arrugas profundas de puro árido, camufla la mirada de un veterano de guerra. Ojos profundos, negros, fijos, tan apabullantes en su seguridad que me hacen temblar. De repente, su ojos pierden la línea de los míos y dándome la espalda en silencio, con la tranquilidad de quien se encuentra con un cervatillo perdido, fijan su mirada en la arista del cañón, y casi imperceptiblemente el hombre comienza a descender ladera abajo.

Confundido, compungido por el silencio de un eco que ya no tiene donde chocar, lloro. Lloro como un niño al que nadie hace caso. Un niño que en su inocencia usa cada truco que su corta vida le ha enseñado para llamar la atención de su madre, y que ahora fracasa estrepitosamente con sus pucheros. Delante mía la inmensidad que he atravesado durante tantos y tantos días y que me ha traído hasta aquí con el zurrón vacío, agita mi pelo con la brisa lejana. A mi espalda, la muerte, fiel y paciente polizón de almas, que espera a mi regazo su cosecha. A mis pies, unas huellas. Las huellas que empiezo a seguir angustiado, y que secan las lágrimas que caen de mis ojos. No muy lejos de mí, camina ese espíritu del desierto que se cruzó en el filo de la navaja del horizonte, y al que debo agarrarme en este desfiladero traicionero que no perdona remilgos ni vacilaciones. Tengo ganas de gritar que se detenga. Necesito que me acompañe por los pasos estrechos. Me siento débil, sepultado por la sombra de quien piso antes que yo con pies de plomo. Poco a poco, los pasos estrechos se ensanchan, las paredes de piedra se acortan, las resbaladizas rocas dejan paso a los suaves arenales. Poco a poco mis lagrimas cesan.

Sigo unas huellas. Sigo un camino.

Salí de caza con las primeras luces del alba sin despertar a nadie.
Cuando los perros y yo regresamos a la caída de la tarde, las nodrizas me comentan entre risitas que el joven guerrero salió temprano y que alguien le vio en el desfiladero, siguiendo las huellas de la leyenda a la que damos cobijo en nuestra tribu.

Estoy cansada, ha sido un día duro, necesito sentir un hombre dentro de mí. Y llego a la cabaña de los guerreros a tomar un trago, dispuesta a sonreír y someterme a aquel que me mire como hembra. Pero uno de los ancianos sale a mi paso antes de que cruce el umbral.

– Tal vez habría que ir a buscarle- aventura mirando la noche que comienza a derramar su oscuridad sobre el desierto.
– Tiene que superar esta prueba solo.
– Pero su noche será muy negra y fría.
– Sin noches negras y frías no apreciaríamos el sol.
– No andamos sobrados de hombres jóvenes, y lo sabes- me dice en tono de reproche.
– No necesitamos guerreros que tengan miedo de la noche.
– Tú sabes que la respuesta que busca está dentro de él.
– Pero sólo él puede encontrarla, anciano.

Me mira implorante. Hombres, qué débiles son. Seguro que ya lo ha hablado con los demás y están ahí dentro esperando mi consentimiento para organizar una partida de búsqueda que habrán de guiar mis ojos, esos que ven en la negritud. Suspiro antes de emprender el camino de regreso a mi cabaña: otra noche sola. Con las ganas de hombre que tengo.

– Al menos, deja tu fuego encendido- dice el viejo a mis espaldas que se alejan-, para que pueda encontrar el camino de regreso. Siempre necesitan un fuego al que regresar.

“ Eres un hombre perdido, como tantos que te precedieron. He visto a muchos como tu, caminando por las dunas sin rumbo fijo en busca de respuestas que yo no puedo dar, porque las respuestas en la vida se las da uno mismo. Escucha bien, mil consejos no valen lo que una decisión, como mil caminos sin recorrer no llevan a ningún destino. Aparca un tiempo tu amargura. Cuida tu corazón abatido. En tu cara noto el sufrimiento del que se adentra sin brújula en lo desconocido; el desconsuelo de aquel cuyo espíritu pasó largas noches bajo el rigor del relente, sin encontrar una manta con que calentarse. Quizás sea el tiempo de frenar la caída.
Estate tranquilo porque todos quisimos surcar alguna vez los mares con la bandera pirata, y sólo unos pocos consiguieron saborear el dulce ron. Es tiempo de plegar las velas de tu velero y aceptar la seguridad de mi pequeño puerto. No hay peor tempestad que la provocada por la ignorancia del capitán, y tu aún no sabes tu destino, ni tu final. Detén tus pensamientos por un instante. Descansa. Sin duda has recorrido un largo trecho hasta aquí, pero hasta los gigantes tienen un lugar en el que guarecerse, en el que refugiarse, pues no hay gigante que valga ante la Tierra, ni ante el Sol, ni las Estrellas. Tu, diminuto hombre que te crees capaz de vencer a tu propia condición mortal, aprende a refugiarte del hálito más frío de la tierra, la soledad. Algún día hay que recoger la cosecha, pues sin fruto, no hay gozo y sin gozo no hay vida. ¿Cuánto hace que no recoges la cosecha, hombre errante?”

Sin fuerzas, agotado, me dejo atrapar por los brazos de este ermitaño y me acomodo junto a su fuego sobre una humilde y mísera tabla de pino. Las ascuas débiles son aterciopelas manos en mi tez quebrada pero no son ellas las que dan calor a mi corazón vacío, sino aquel, que escuchó entre montañas mi peor pesadilla.

No es preciso avanzar, para recorrer el camino.

Me despierto reconfortado por el profundo sueño en la pequeña casa de campo de Haig. Apenas una mesa y dos taburetes, una pequeña chimenea y un camastro componen el mobiliario de este humilde refugio de madera. Encuadrado en el valle, donde las empinadas paredes de roca disminuyen su pendiente y dan paso a los meandros de un pequeño río que siembra de vida sus orillas con árboles y cañaverales, el pobre chamizo de la casa se esconde a la mirada de los halcones bajo la sombra de dos enormes acacias. El frescor de la corriente del río es oro líquido para mis pulmones que, quemados por el azufre seco del desierto, habían olvidado el olor a vida. Cansados de ocres y polvos mis ojos se sacian con el verde que le regala la hierba fresca. Los rápidos del río que lamen insaciables las rocas cubiertas de níquel compiten con el sonajero de hojas agitadas por el viento que chocan en las copas de los álamos, por poner música al paradisiaco enclave. Salgo al encuentro de Haig que sentado en una gran roca de granito disfruta del sol mirando las truchas que bailan al paso de las corrientes del río.

“El hombre está descolocado. Ha construido un mundo teñido de gris oscuro, desperdiciando la paleta de colores que tiene a su alcance. Hace tiempo que no escucha a los pájaros, ni se refresca en los ríos. Ya no hay águilas entre los hombres sino hormigas. Hormigas negras que siguen sin pensar las instrucciones de una reina insaciable que se llama avaricia. El hombre se ha llenado de cosas, pero camina como tu, desnudo de ideas. La ignorancia se cobra su vergonzante pequeñez por medio de la violencia. Y las hormigas negras mudan su caparazón al rojo y se convierten en minúsculas maquinas de destrucción. Conquistado el mundo sólo nos queda destruirlo.
¿Ves esta hormiga que corre por mi mano?, así eres tú caminando angustiado por la piel del desierto. Tienes ganas de volver al calor del hormiguero y seguro que tarde o temprano lo conseguirás, pero, ¿quieres ser una hormiga?”.

Poco a poco los rayos de luz se van apagando y el cielo se tiñe de nuevos colores . El día se hace más corto cuando encuentras el sosiego de un tupido manto. El hombre necesita un abrigo para sobrevivir en la estepa, y yo me siento mejor con mi pequeña armadura de paja recién estrenada. Una vez más la luna va venciendo al sol la batalla de cada día, que luego volverá a perder por la mañana. Sísifo y su roca. El día y la noche. Sin darnos cuenta cientos de estrellas se asoman a la planicie. Nos dirigimos a la pequeña caseta de madera y en el camino me atrevo a preguntar a Haig: “¿Por qué saliste ayer a mi encuentro?, ¿por qué no me dejaste saltar al vacío?”. Sin mirarme, sin abandonar su pausado caminar, me responde: “No vi que tuvieses alas para volar. Forja unas alas fuertes y los precipicios tendrán escaleras para ti”.

Construiré unas alas para superar el camino.

“Necesitabas ayuda y aparecí para apaciguar tu sufrimiento, pero al buen amigo, la cama que ha de ofrecérsele debe ser dura y fría, no por inhospitalidad, sino porque el insensato que duerme entre sabanas de seda, engañado por esa dulce caricia, alimenta su piel con la suavidad de las telas y pierde su existencia adorando a un ídolo de hilo, y de este modo muchos hombres de todas las épocas se convierten en simples zurcidores de trapos. Siendo muy pocos los que se atreven a aplicar con saña la aguja sobre los enigmas de su alma desorientada. Y así, muchos errantes que andaban buscando en áridas tierras, se conforman con ser humo en el aire y espuma en el agua, y abandonan sus sueños de redención.¡Ojala llegue el día en que no necesites seda para que tu piel note las caricias del satén, ni necesites fuego para sentirte caliente, y seas tu mismo, seda y fuego!.”

Haig duerme tranquilo. Sin miedo a equivocarme dormiría igual en el ojo de un huracán o en el cráter de un volcán en erupción. Cuando le observo, comprendo el significado de la palabra serenidad. Envidio la capacidad para dar las buenas noches y comenzar a dormir al instante. Envidio la respiración pausada. Envidio el sosiego. ¿No será esto la felicidad?. Haig es lo más seguro que he encontrado en mi alocada búsqueda. Cuando anda, parece que todo girase a su alrededor, como si el llevase en sus manos el timón de todo cuanto acontece. A su lado te sientes invulnerable, porque nada te sorprende. Es un hombre que a logrado acostumbrarse a sí mismo, y que como me enseñó esta tarde, lo único que ha conseguido a lo largo de todos estos años es a aprender a dar a cada cosa la verdadera importancia que tiene, ni más ni menos.

Es mi segunda noche en este pequeño hogar y he alejado alguno de mis miedos, pero como me dijo Haig las respuestas debo proporcionármelas yo mismo. Es fácil encontrar cobijo bajo el brazo de aquel que ya conoce el camino. Pero seguir las huellas de quien te precede no hace sino que camines por un rumbo que no es el tuyo. Los pasos de Haig son sabios, pero no son los míos. ¿Tendré valor para pisar mi propio terreno a expensas de volver a perderme?

Cada uno tiene su propio camino, pero son pocos los que lo encuentran .

El joven guerrero tiene talento, me dicen sin venir a cuento.
Es muy fino, me dice quien desolla las pieles a mi lado.
¿Haig? Por amor de dios, Haig sólo es una excusa.
¿Volverá para contarnos historias?
Dale las alas, como me las diste a mí, me dicen.

Pero nadie se acerca al joven guerrero.
Dan por hecho que seré yo quien se encargue.
Dan por hecho que, si no vuelve, yo seré la responsable.
Yo lo traje hasta aquí.
Eso debería ser suficiente.
Pero no lo es.

Y no depende de mí.
No depende mí.
Cuando el joven guerrero quiera volar, volará.

Como muchos mañanas, Haig y yo salimos río abajo, disfrutando del dulce murmullo del agua traviesa. Las laderas son cada vez más frondosas y verdes, y paso a paso las fuertes corrientes que en el profundo cañón se pelean como perros salvajes en los pasos estrechos, levantando inflamadas nubes de espuma, amainan su vigor en remansos que calman al mismísimo león. Durante nuestras caminatas, alguna vez hablamos sobre temas triviales y otras sobre las más altas ambiciones del hombre, pero cuando auténticamente nos encontramos cómodos, es cuando el silencio domina el paisaje que nos envuelve, y nos convertimos en meros figurantes que al final del escenario, confundidos con el color del decorado, se hacen profundamente prescindibles. Integrarse en algo mucho más grande que uno, es una tentación maravillosa pero traicionera, pues cuando el todo desaparece, corres el riesgo de enfrentarte al escenario con el papel de poeta protagonista, mientras tu, sólo llevas preparado el barullo de la comparsa. No obstante, es tan fácil dejar que mezan tu cuna que no encuentro motivos para impedirlo. Ensimismado, me sorprende lo rápido que he olvidado los atracones de polvo y frío, y el dolor de piernas y huesos, cuando avanzaba extenuado bajo el poder del sol. Las estrellas que eran puro hielo, ahora son preciosos diamantes que alumbran la oscuridad de la noche. El horizonte teñido de ocre que en su planicie creía un laberinto, es ahora un manto verde lleno de vida que me reconforta. El sol que abrasaba, mutó en el fiel aliado que dibuja con bellos colores el cielo. Ya no cuento los segundos con angustia. Soy otro, aunque sigo siendo yo.

Casi agotado el día, el sol anda escondiéndose entre las lejanas montaña. El tiempo, antes perezoso, ahora tiene el paso cogido a nuestra vida serena. Regresando en busca de las ascuas de la encina, vemos en la lejanía una caravana de moradores del desierto. Su paso lento y cansado, nos permite adivinar que andan buscando refugio a sus ojos quemados por la arena. Cinco o seis hombres, veinte camellos cargados con fardos de lana y un carro que dirigen dos o tres mujeres componen la fila de alargadas sombras que arañan la llanura. Mientras se acercan, Haig se fija en una mula grande que arrastra un carromato grande y pesado, a la que, con el propósito de hacer más ligero su avance, le han colocado un palo en el lomo que hace que cuelgue delante de su morro un fajo con paja fresca. “Veo esa mula y te veo a ti. Y al igual que ella busca el heno y nunca lo alcanza, así caminas tu persiguiendo ilusiones en un futuro que nunca disfrutas y que engañado, ves muy cerca. Y al igual que ella sólo ve la paja de la cesta, sin darse cuanta que va pisando hierba, tu tampoco ves el suelo que pisan tus pies. Y ambos igual de ciegos, arrastráis la carga con el mismo dolor y el mismo sufrimiento”

Que fácil es tropezar si absorbe tu vista el horizonte y te olvidas de ver del camino.

La caravana nos siguió hasta cerca de la caseta de Haig, pues muy próximo a ella, existía un magnífico lugar donde acampar y poder refugiarse de los rigores de la noches desérticas. Así, a la orilla del río, en un claro por donde asomaba la incipiente luna, instalaron sus tiendas los nómadas, que muy agradecidos nos felicitaron al considerar que el emplazamiento de su campamento era sin duda un buen sitio donde los hombres podían enjugar el nudo de polvo de sus gargantas, y los camellos inundar sus amorfas jorobas hasta saciarse. Sus tiendas son humildes lonas de esparto, apenas una capa invisible entre ellos y la noche, pero no creo que las cambiaran por almenas de palacio. Reunidos en torno a un gran fuego puedo leer en las caras de estos hombres y mujeres, que se encuentran a gusto con sus vidas. Sus ojos entreabiertos, cerrados milímetro a milímetro por el polvo del camino, son pequeños libros de sabiduría. Como ellos mismos dicen el mundo es suyo, pues lo recorren de punta a punta y en cualquiera de los lugares donde la vida les lleva, se sienten igual de cómodos. Han dormido a los pies de las pirámides y bajo las cabañas humildes de adobe. Han cenado con príncipes y con mendigos. Conocen la estrellas como la palma de su mano, y saben oler el manantial escondido tres metros bajo tierra. No hay rutas en su cuaderno de viaje, pues abandonados al viento que sopla libre en la llanura, caen aquí o allá al albedrío natural como han hecho generación tras generación. En sus rutas se han topado con murallas protectoras de miedosas ciudades, donde los hombres esconden sus temores con especias y oro, y también han atravesado pueblos fantasmas desolados por las tormentas de arena, cuyos habitantes se esconden en cuevas a pasar la vida. Son hombres que como Haig, no es que se conozcan a sí mismos como decía el sabio, sino que son capaces de acostumbrarse a sí mismos. Vagan por el mundo, pero no se les ve descolocados, al contrario, conocen cada centímetro de suelo que pisan. Sí, son auténticos.

Tras un momento de pausa observando el jugueteo de las rojizas llamas, uno de los hombres rompe el silencio diciéndome: “El mundo está lleno de tantas cosas maravillosas, que no hay ni un solo hombre en el, que no pueda encontrar algo con lo que disfrutar. El problema es que muchos, se aferran a esas cosas maravillosas, con el único fin de poseerlas, y ahí sin darse cuenta es cuando llenan su corazón de insatisfacción”.

Tras la cena, regocijados por el calor del fuego y de la compañía, los nómadas nos ofrecen unas botas de cuero con un licor artesanal antiquísimo que si bien no parece muy saludable, enseguida dibuja sonrisas en nuestros anaranjados rostros. Sin tiempo para apagar el fuego que el licor provoca en mis entrañas, nuestros camaradas asoman un duduk y un tambor, una kora, y que sé yo, e interrumpen la noche del desierto con la fuerza de quien quisiera romper el interior de la roca. Y ya el calor no es del fuego, ni del alcohol, sino del sentimiento que vence la noche y me satura de emoción. La música desgarra mi interior como cuchillo de matarife. Las notas sonoras explotan espléndidas en mis ojos, que empapados en lágrimas disfrutan viendo la felicidad de los rostros de estos hombres felices. El desierto habla con sus moradores esta noche, que le honran con la voz profunda que me hace temblar. Y absorto escucho que el aire se llena:

“¿Qué te dije? No me sigas.
Podría ser buen ejemplo para ti.
pero tienes que seguir tu propio camino.
Es lo que te conviene.
Tienes el camino abierto ante ti.
No temas equivocarte querido compañero.
Si aprendes de tus errores avanzarás.
Toda persona lleva su destino escrito en la frente.
Mírate al espejo, si no ves nada, quizás sea ese el problema.”(*)

¡Qué bonito es llevar el camino consigo!.

(*) Canción original Mira tu frente de Arto Tunçboyaciyan.

El duduk es un instrumento de viento que se fabrica a partir de la raíz del melocotonero. Es capaz de emitir sonidos desde lo más profundo del espíritu del hombre que lo da vida, y esta noche regala sus notas a todo el desierto. Sin equivocarme os aseguro que las estrellas se han detenido a escuchar su voz, y el agua del río hace tiempo que está acomodada a nuestra vera respirando la mística del soplido mágico de este hombre. No hay duda de que la música, es el método de transporte más rápido para viajar por tu interior. Son sonidos, pero en cada nota contienen imágenes, sabores, olores, texturas. Dicen que toda las composiciones que oyes en tu vida, permanecen grabadas en tu memoria, ¿será un sistema para preservar los momentos importantes de nuestra existencia?.

La noche lleva horas siendo una fiesta para nuestros corazones. Las chispas que intentan escapar del fuego, iluminan esquinas de la escena a su antojo, dejando ver nuestras caras de gozo. El licor que raspaba la garganta ahora es tan dócil como el agua. Sin pausa las caretas de todos los que estamos van cayendo bajo el poder de esta mágica atmósfera. Siento que algunas imágenes se superponen, y que mi mente cede sin remedio su sitio a mi cuerpo embriagado. De vez en cuando inyecciones de alcohol, suben desde mi estómago como bombas que explotan en mi cabeza. Mis pies se mueven mágicamente al ritmo del duduk.

Una mujer joven que viajaba en el carromato, abandona la esquina opaca donde se refugia y conquista la dirección de todas nuestras miradas. Su larga melena negra se confunde con la profundidad de la noche. Un pequeño velo esconde sus rasgos, dejando ver sólo unos grandes ojos verdes que compiten con las llamas de la hoguera. Pulseras y brazaletes decoran sus brazos desnudos que al son de la música dibujan coordinados giros. Un vestido largo teñido con el azul de un amanecer hermoso, insinúa en sus vuelos un oasis repleto de exóticos frutos. Al ver sus pies descalzos envidio la sueva arena del desierto que los acaricia. El deseo se apodera de mi desvalido espíritu, y en instantes, no hay más ríos en el mundo que las sensuales curvas que bailan ante mis ojos, ni hay más calor que sus brazos atrapando mi cuello, ni hay más viaje al que embarcarse que al fondo de sus brillantes ojos. Veo sonrisas, y bebo. La bailarina se ha apoderado de mi, y asombrado noto que ella es la música que llena mi mente y el ascua al rojo que quema mi piel.

El aire caliente que abriga la noche procede de lejanos lugares al sur. El campamento va callando su algarabía, y el sueño se concentra como plomo en nuestros párpados. La excitación se transforma en humo que se aleja en busca de nuevos insensatos. Me acurruco en un recodo con mil imágines rondando en mi cabeza. Pienso en el huracán de deseo que me ha desnudado hace apenas unos instantes. Quiero soñar con esa fruta prohibida. Imagino entre escalofríos el recorrido interminable de la piel de su espalda. Quiero que su pelo perfume esta noche mi pecho. Me acaloro al pensar en subirme a lomos de su mirada y perderme por mil planetas. Necesito empaparme de su sudor para no convertir esta noche en nieve. Sin pensar, me agarro a la llama que abrasa mi cuerpo y me deslizo como una sombra en busca de sus sensuales curvas. Me acerco son sigilo a la tienda donde duermen las mujeres, e iluminado por las escasas brasas doradas, me enfrento de nuevo a ese pelo que me pierde. A gatas, con la noche como aliado me adentro en la tienda situándome a su espalda. Mi mano en su cintura la despierta asustada, y en su giro temeroso, me pierdo de nuevo en sus ojos. La noche calurosa nos abre de par en par sus puertas para alejarnos del campamento. Bajo las estrellas el tiempo no existe. Abrazados nuestras inquietas manos, excitan a luna que aparece sonriendo sobre nosotros. Su sabor penetra en mi cuerpo como un virus del que no sé si podré deshacerme. Me dejo hipnotizar por el hechizo de sus pelo suave, y disfruto el Mundo por la piel sedosa de su cintura. Húmedos, nos enlazamos como serpientes, buscando de nuevo el ritmo de la música que entre contoneos nos encendió. Y acompasados, perfumamos la noche interminable con nuestro inconfundible olor a sexo.

Respirando el mismo aire, riendo las mismas cosas, gozando el uno del otro, la noche es un instante que acaba pronto, pero que durará siempre.

Disfrutar el camino es más importante que recorrerlo

El fuego crepita, mis perros aúllan a la luna fuera de la casa de Haig mientras éste me cuenta que el joven guerrero, al fin, ha tenido un gesto de humanidad y ha hecho feliz a una mujer.

– En su arrogancia, nuestro discípulo creía que podría ignorar el sexo y las pasiones de la carne- me dice Haig mientras acaricia mi piel desnuda.
– No era arrogancia, era miedo- sonrío repasando con las yemas de los dedos esos labios que tan bien conozco-. Le dan miedo las mujeres y el placer. Le daba miedo su misión.
– Estuvo en tu cabaña muchas noches- aventura con una sonrisa pícara.
– Hablando y hablando y hablando. Sólo tenía ojos para sí mismo- contesto mientras aparta mi melena para besarme en el cuello.
– ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?
– Me iré al alba.
– Entonces calla, mujer. Y deja que tu cuerpo me cuente cuánto me has echado de menos.

Los revoltosos rayos de la mañana calientan mi piel desnuda. A mi vera escucho la voz del río que sigue su curso incansable. Respiro el frescor de su ribera tranquila, y sonrío. Tumbado sobre la playa, abro los ojos y el cielo me absorbe hacia su mar azul. Los entresueños son periodos en los cuales es muy fácil perderse, y así, medio dormido, disfruto de esta paz que es un regalo sin remite, y que tanto me llena.

Un grupo de gansos rayan el cielo con su milimétrica formación de vuelo, calcando el paso a las caravanas de camellos que recorren el desierto. Y entonces, exaltado, recuerdo lo que pasó ayer. Me vuelvo y no encuentro a la mujer que incendió ayer cada rincón de mi cuerpo. Mi mano recorre la arena que aplanó ayer su perturbador cuerpo, intentando en vano volver a tocar la piel que ayer me transformó en ceniza. El tesoro que detuvo anoche el reloj del tiempo, se ha esfumado como una estrella fugaz. Salgo en su busca camino del campamento, pero hace horas que lo han levantado. Colina arriba, jadeante como un lobo hambriento observo a Haig mirando al horizonte. Al llegar a su altura, casi sin respiración, me fijo en la ya casi invisible caravana que como piececitos de un diminuto ciempiés recorren inagotables la planicie. Dudo si salir corriendo en su busca. Miro los ojos de Haig en busca de una respuesta, pero su mirada es hielo. Si voy tras ellos seguramente me pierda sólo en la inmensidad de la llanura, pues las huellas en el desierto son pequeñas migajas que barre el viento. ¿Merecerá la pena gastar una vida persiguiendo las huellas de unos ojos verdes?. Lleno de dudas me atrevo a pedirle a Haig consejo. Impertérrito contesta: ”¿No prestaste atención cuando sabiamente nos hablaron nuestros divertidos huéspedes? ¿No recuerdas que te advirtieron que el camino más corto para llenar tu corazón de insatisfacción, no es otro que el tratar de poseer las cosas maravillosas que hay en este mundo, en vez de tratar de disfrutarlas?. Ayer gozaste de un viaje que te trasporto al escondite más bello del Universo, y ahora, en lugar de saborear cada segundo de esa impagable odisea, te derrumbas en un mar de dudas, e inseguridades.”

Sentados al sol de mañana, veo disolverse la caravana de nómadas, que se evapora en la línea donde convergen el azul y el amarillo. Mientras, intento memorizar el olor de su nuca, la suavidad de su piel, el volcán de su boca, el mar de sus ojos, el fragor de su deseo. Gozoso en el recuerdo, me pregunto porque los hombres siempre estamos anhelando las cosas que no poseemos, y pasamos por alto las que sujetamos con nuestras manos.

No hay más infeliz que aquel que compara su camino con el de los demás.

La noche se cierne sobre nosotros y decidimos irnos a descansar. Haig enciende la chimenea con un buen fajo de yesca seca, y sin más nos tumbamos a esperar el sueño hipnotizados por los espíritus del fuego. Las lenguas rojizas liman la madera con impaciencia, como si tuviesen ganas de acabar con el trabajo de una vez. Es curioso como las llamas se inmolan en este banquete purificador. Quizás por eso el fuego brille tanto, porque no esta hecho para durar, como tampoco duran las flores hermosas.

– Haig, ¿por qué vives aquí en medio de ninguna parte, donde sólo el sonido del río puede responder a tus preguntas?.
– Querido amigo, he recorrido el mundo, he conocido el amor y la guerra, he visto la mirada de la muerte cuando viene a buscarte. He disfrutado de riquezas, y me he despertado con amorosas mujeres. He disfrutado la vida y sólo me queda una cosa por hacer, envejecer.
– Y, ¿por qué aquí, en la soledad del desierto?.- Le pregunto expectante.
– En todos estos días que hemos compartido no has aprendido aún que en este mundo, solamente esta solo el hombre que vive con miedo, y yo hace tiempo que vencí a los diablos que intentaron arañar mi estómago como una colonia de termitas. Y si lo que preguntas es porque no he traído a este chamizo, ni a amigos, ni a amantes, ni tesoros, no es porque yo me haya cerrado a ello, sino porque son los amigos, los amantes y los tesoros los que se han ido cayendo de mis alforjas mientras seguía mi camino. Y aprende esto si quieres llegar a alcanzar la sabiduría de la vida, nunca malgastes tu tiempo recogiendo la fruta que ya cayó del árbol y se pudre en el suelo.
– Pero,¿no te quedan ilusiones Haig?.
– Hay una época en la que el hombre vive de sus ilusiones, de sus sueños, para más tarde, aprender a vivir la realidad. Las ilusiones futuras son las semillas del miedo, miedo a no alcanzarlas, a no llegar a conseguirlas. A mi hace tiempo que dejó de engañarme el porvenir. Y sin porvenir, no hay nada que temer. Y el hombre que nada teme es el que verdaderamente vive.

Las llamas flameantes que con tanto ímpetu devoran la madera van expirando silenciosas. Las brasas, que pasan a dominar la situación, tiñen de rojo el aire. me sorprende como las llamas lanzan sus lenguas de fuego regalando su calor a discreción, pero sé que son sólo fuegos de artificio, pues el verdadero calor es el que perdura en las brasas. Sí, son las brasas las que tras el fervor de la batalla disfrutan del botín de la contienda. Las brasas son el rescoldo de una vida. Son como Haig.

– Haig, ¿cómo puedo perder el miedo a la vida?
– El hombre es el animal que más problemas tiene para vencer el miedo. Si ves los pajarillos diminutos lanzarse por primera vez del nido, sin referencias, sin maestros, sin más bagaje que su instinto, y en décimas de segundo entienden que deben agitar las alas para sostenerse en el aire, y luego los comparas con tantos y tantos hombres asustados, que gastan sus días sin enfrentarse nunca a la fuerza de la gravedad, encontrarás la respuesta.
Amigo, te encontré perdido, sin lugar donde cobijarte, y te he dado refugio y consuelo con la intención de detener tu angustia. Ahora que has conseguido sosegarte, y fijar un punto de referencia, debes confiar en ti mismo y en las alas que has fortalecido para seguir adelante. Sé que aquí te encuentras seguro pero tu instinto quiero probarse, quiero echar a volar. No, querido amigo, no seas un ave de tierra, porque nunca serás capaz de perdonártelo.
Conoces el desierto y el oasis, has visto a hombres y mujeres que descubrieron el secreto de la felicidad. Has palpado cosas maravillosas y has disfrutado de algunas de ellas. Es hora de que busques tu miedo, y lo venzas. No temas a equivocarte, recuerda la canción de los nómadas y verás que de los errores también podrás sacar partido. Es hora que dejes tus propias huellas. Es hora de recoger la cosecha.

Se acabó el antiguo camino. Es hora de caminar.

Mi mirada está fija en el horizonte. Doy mi primer paso en la arena virgen, y me siento fuerte. Por fin voy a enfrentarme con mis miedos, por fin voy a sentirme vivo. He llenado la mochila con un buen cargamento de confianza en mi mismo. No persigo tesoros ni piedras preciosas, ni quiero conquistar el mundo, ni las maravillas que contiene. No quiero enfrentarme a otros, ni superarles, sólo quiero enfrentarme a mi mismo. Sólo quiero, ser un hombre.
Sé que el trayecto no va a ser fácil. Sé que se intentará apoderar de mi el miedo; que me tentará la avaricia, que los duendes llenarán mis noches en vela de sueños imposibles, para que desfallezca. Pero estoy convencido de que no podrán pararme. Ahora, el sol es mi aliado, las dunas mi mejor armadura y las piedras mis más terribles armas. Cada paso me reafirma en mi destino. Crear el camino es la única manera de que éste, este labrado a tu medida. Y sé que tropezaré con las afiladas puntas de piedras que asomen traidoras tras la tormenta, pero me levantaré y seguiré caminando. Y sé que en el triunfo y en el fracaso deberé mirarme en el mismo espejo. Y sé que tendré que esquivar la soberbia, que tan peligrosa es con aquellos que dan un paso adelante. No, no va a ser sencillo, porque la vida no lo es. Pero a mayores dificultades, mayores recompensas. Y, si andas buscando la más alta ambición del hombre, debes saber que tienes que enfrentarte a los mayores problemas. Todo el trayecto será importante, tanto lo bueno como lo malo, porque todo valdrá para vivir sin miedo.

El camino soy yo, y es un camino sin miedo.

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