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General Lecciones de la vida

Diseccionando a los otros, 3

por Marisol Oviaño
Fotografía en contexto original: cafeguaguau

Sé que cuando nos encontramos y tomamos una caña, sienten lástima de mí: sin casa en propiedad, sin marido, sin dinero, con dos hijos adolescentes… Y con esta crisis, que a ellos les ha pillado con los bolsillos llenos. Supongo que nunca piensan en mí como un ser sin más ataduras que las del amor.

Construyeron una familia con las mismas premisas con las que uno monta un negocio. El objetivo de la boda era comprar una casa con jardín: pidieron a todos los invitados dinero, cambiaron los pocos regalos por efectivo y aquella cantidad, junto con los ahorros que tenía cada uno, fue la entrada para una casa. Firmaron una hipoteca a ocho años que durante los cinco primeros no les dejó respirar: comían de caridad en casa de la familia y trampeaban con los recibos de la luz y el gas. Él hacía todas las horas extras y todos los viajes que podía- era un obseso de las dietas- y se convirtió en un especialista en ofertas de supermercado y subvenciones extrañas. Y ella, funcionaria, hizo todo aquello que sea que hay que hacer en un ministerio para sumar puntos y ascender de manera natural al rango deseado.

Mientras, tuvieron dos hijos a quienes casi no tuvieron tiempo de mirar. Fueron criados por una abnegada abuela, que se levantaba cada día a las seis y media de la mañana para tener preparado el Cola Cao cuando sus nietos llegaran a las siete. Cuando la niña hizo la Primera Comunión, hace dos años, tiraron la casa por la ventana: acababan de terminar de pagar la hipoteca.

Llevan 20 años juntos.
Jamás se han amado. Su convivencia siempre ha sido una cosa ríspida, su casa- esa que tanto les costó pagar en un tiempo récord- es uno de los parajes más inhóspitos del planeta: a los cinco minutos de entrar, ya entran ganas de marcharse de allí. Él se gasta su sueldazo en mujeres de pago que no le complicarían el estatus obligándole a la división de activos. Ella vivió siempre bien sin sexo y no hace preguntas, envejece como ha vivido: en medio de un triste silencio.

Desde que los niños dejaron de llorar por la noche, sólo hablan de dinero.
Ninguno de los dos ha vivido jamás una gran pasión: les da miedo dejar el patrimonio desprotegido.
Y se odian el uno al otro como el preso a la cadena.
No sé si saben que, cuando nos encontramos y tomamos una caña, siento lástima de ellos.

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