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General Literatura

¿Por qué escribes?

por Pedro Lluch
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Los niños dormían, o al menos se habían ya acantonado en sus respectivos dormitorios. Una luz cenital alumbraba la mesa en mitad del salón. Fuera, en el patio, la claridad destellaba en los cuadros y manillares de las bicicletas apoyadas contra la pared, marcando como una pequeña constelación que los reflejos del ventanal confundían. Yo estaba frente a Vincent. Frente al ventanal.
Entre ambos, un par de botellas de tinto, una de Priorat y otra de Burdeos. Un par de vasos. Y las mujeres en la cocina remataban la cena de los adultos tras un día de bicicletas, vientos del Atlántico y marismas recorridas de un lado al otro de la Isla de Ré.
De sopetón, me preguntó: −Pourquoi vous écrivez ?
−¿Por qué escribes?

Y se sirvió otro vasito de vino. Yo le imité. Bajó la mirada. No tenía prisa en oír la respuesta. Estuvimos un rato callados, frente a frente, degustando el vino, dejando pasar el tiempo. Disfrutando de la pregunta que se iba solidificando, tomando consistencia, espesándose entre nosotros. Ambos esperando una respuesta que, podríamos decir, nos sobrevolaba como una polilla en torno a la luz, como una mariposa que, aun estando cerca, en su inquietud inagotable, resultara imposible de atrapar; una respuesta elusiva.
Tardé cuatro días en dar con ella.

−Escribo porque he llegado a la certeza de que sólo yo sé lo que trato de decir (y que aún ignoro).
Así le dije. Y a eso me dedico.
Como un labriego a su tierra condenado, así me siento: condenado a escribir desde que tenía pelusa en el bozo. Como un payés, recorro una y otra vez los mismos yermos, arando, roturando, labrando, segando, plantando, arreglando senderos y caminos de servidumbre, marcando mojones en las lindes y recogiendo, ocasionalmente, cosechas.

Como el labriego, padezco los desvelos del mal tiempo, me callo viendo granizar sobre el páramo y me complazco en la sencilla placidez de la sombra espesa de la higuera en verano. Alzo el brazo y con la mano arranco un higo y me lo como. O una manzana, cuando la temporada ha sido pródiga (si no lo ha sido, esperaré a las nieblas de febrero para volver a podar los manzanos confiando en tener fruto tras el verano). Como el labriego, sé que no habrá manzanas antes de octubre, ni peras en abril: todo lleva su tiempo y su trabajo, horas de riego, de siega, de sulfatar los frutales, de acondicionar los puentes sobre las acequias y arrancar las malas hierbas que en ellas crecen y las ciegan. Es trabajo de días, de continuo esfuerzo. Es labor de continua atención a los detalles: a las intuiciones, a los colores del día y de los herbazales. Polvaredas en la era con el trajín de los tractores moviendo palets de fruta. Es tarea que me ciñe y aherroja a los campos que son míos: es imposible escapar del paisaje que cada día hago, al que pertenezco.

Pero a diferencia del payés yo no sé cuál será la cosecha. No sé qué he plantado. No sé cuándo veré el fruto de las horas pasadas labrando renglones negros en las hojas en blanco. Ni siquiera sé si, con mis herramientas (en este caso la lengua castellana), podré sacar algo de provecho de esta mi tierra.

Esto es lo que ignoro. Y sin embargo sigo labrando. Como Verdaguer, “fango com un poeta / i escric com un fangador”.
Quizás, la respuesta es más sencilla y todo lo que antecede es una película barata, una simpática fábula ad majorem gloriam mihi. Quizás (simplemente) sólo escribo porque no sé huir de mi vocación; porque no sé huir tampoco de mi paisaje. Ni de mi ego.

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“ESCRIBIR ES COMO AMAR, Y NO HAY RAZONES NI MOTIVOS QUE LO JUSTIFIQUEN.
SE HACEN POR CAUSA MAYOR DEL IMPERATIVO EMOCIONAL. OTRA COSA ES LA INTENSIDAD Y CALIDAD CON SE HAGAN, QUE EN EL PEOR DE LOS CASOS… TAMPOCO ANULAN LA CAUSALIDAD, CASUALIDAD… NI LA POSIBILIDAD”

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