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La madre Rusia

Por Rodolfo Naró
Fotografía en contexto original: Alrebullon
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Fuimos amantes poco más de dos meses, solamente los fines de semana. Llegaba a mi casa recién entrada la madrugada del sábado. A veces caía rendida en un sueño profundo hasta el mediodía o llegaba con una hiperactividad que no controlaba ni los cigarrillos ni el six de cervezas que siempre la esperaban enfriándose en el refrigerador. La mejor de las veces hacíamos el amor en silencio y sin rituales, pero con una necesidad de afecto que me hacía no soltarla de mis brazos en toda la noche. Era rusa, de Siberia, había llegado a México después de una corta estancia en España, persiguiendo el sueño americano, dos o tres años atrás, sin embargo hablaba poco español. En el Kirov había querido empezar una carrera de bailarina clásica pero la Perestroika le frustró el sueño. Cuando le pregunté quién la había traído, ella contestaba que la mafia rusa. Un chico de apenas veintitantos años con conexiones por todo el mundo y al que había seguido pasando una mensualidad bajo amenaza de muerte sobre su madre y su hijo, que había dejado en Siberia. El chantaje sólo duró dos años, el supuesto manager no llegó a cumplir los treinta.

Vivía en un departamento de la calle Hamburgo, en un edificio que pasaba desapercibido por viejo y maltratado. Siempre había un hombre sentado en la puerta, atisbando a qué auto se subían las chicas y apuntando en un cuaderno de primaria la hora de salida y, seguramente, también las placas de mi coche. En el edificio vivían sólo sus compañeras de trabajo, cuarenta o cincuenta bailarinas de Hungría, Rumania, Venezuela, Argentina, alguna veracruzana o panameña. Nuestras salidas eran de lo más simple: al cine, a cenar, comer sushi, que devoraba en grandes cantidades. Ella ganaba lo suficiente para usar sólo ropa y zapatos de diseñador, perfumes y cosméticos en frascos de colección, para ir todos los sábados al peluquero y a la cama de bronceado, lo que hacía más náufragos sus ojos azules y más deslumbrante su cabello casi blanco de tan rubio, pero ni siquiera el exceso de rayos UVA disimulaba el contraste de su piel siberiana cuando le echaba encima la oscuridad de mi peso muerto. Recuerdo una vez que la invité a Bellas Artes a ver Madame Butterfly salió con el cabello planchado y un vestido gris casi hasta los tobillos. Aunque no lloró como Julia Roberts, en Pretty woman, yo sí me sentí Richard Gere caminando de la mano por la Alameda como si fuera Central Park. Fue una semana antes de que Marisol Oviaño y sus hijos llegaran unos días a mi casa, antes de abordar el vuelo de regreso a Madrid. Ella me dijo que el siguiente sábado no nos veríamos, porque no le gustaba mentir y le daba vergüenza que mi amiga supiera a qué se dedicaba. Yo no sólo no la dejé partir sino que estuve con ella en todo momento, excepto cuando se fueron a la cocina a preparar tortilla de papas y beberse botella y media de güisqui, a Marisol le confesó detalles de su vida que hasta la fecha no me ha querido revelar.

Las que trabajamos en esto es porque no sabemos hacer otra cosa, y tenemos por lo menos un hijo que mantener, de cada diez mujeres ocho son madres. Ganamos mucho dinero pero hay que saberlo administrar porque la competencia es más desleal que en cualquier otro negocio. Tus peores enemigos no son los clientes, sino tus mismas compañeras, me aseguró. La conocí un día de copas con unos amigos que hacían el casting para una película, en un table dance de la Zona Rosa. Después de que varios de ellos intentaron seducirla, al final decidió irse conmigo. A la salida le pregunté por qué me había escogido si yo no era el que pagaba los tragos, contestó que por mi mirada, una en este oficio aprende a distinguir a los hombres sólo por la manera como están sentados. Antes de llegar a mi casa pasamos a un Oxxo por cervezas y cigarrillos Benson, cuando quise pagar no me dejó. Soy rusa, no latina, fue su respuesta. La misma frase me dijo al descubrir que su cuerpo no había pasado por el bisturí y la silicona, a pesar de su busto pequeño.

La he recordado en estas últimas semanas al leer en los diarios la guerra del Cáucaso, las fichas que siguen moviendo pillos como Bush y Putin con el pretexto de defender a un puñado de desgraciados que ya no saben a qué país pertenecen. Cuando ella me contaba de los años posteriores a la Perestroika, el hambre y el frío que pasaban porque a Siberia dejó de llegar el subsidio de la madre Rusia. Los prolongados cortes de luz, el paro de la industria que dejó de producir calor en una región que rebasa los 40 grados centígrados bajo cero. La muerte de los viejos y los niños de frío. Si pudieras escuchar el silencio del viento en mitad de la Tundra Siberiana, me decía, también preferirías el ruido de la música, los aplausos, los gritos y el manoseo de los hombres que cada noche pagan por verme bailar. Pero tampoco en México encontró sosiego. Abandonó el país como había llegado, apenas con lo puesto, el verano que Andrés Manuel López Obrador y sus compinches tomaron Paseo de la Reforma, sumiendo por meses a la Zona Rosa y sus alrededores en el caos. El table dance donde trabajaba poco a poco se fue quedando sin clientes y otra vez Anastasia, Tasha, o Luda tuvo que emigrar. Podría tener cualquier nombre porque cada semana se lo cambiaba, sin embargo a mí me lo dijo, faltando al primer principio de su oficio, cuando me besaba: Ludmila.

Rodolfo Naró fue finalista del Premio Planeta de Novela 2006 con su obra El Orden Infinito.

0 respuestas a «La madre Rusia»

Que conste que a Luda y a mí nos dio tiempo a beber tanto whisky porque la tortilla tardó horas en hacerse: las patatas mexicanas son increíblemente duras, mucho más que las españolas ¡y que las siberianas!

Ais… no debió decirnos el nombre de ella… ni en la historia real ni en la de ficción… Es eso lo que me hace pensar que este relato es más literatura que realidad… aunque seguramente desde este lado de la pantalla nunca sabré si la historia es una fantasía, o tal o como se relata, es un recuerdo real.

Me gusta como escribe Sr. Naró

Gracias por compartir su historia… le seguiré leyendo, buscaré sus textos virtuales y no virtuales… los de tinta y celulosa…

Esta historia es una maravillosa catarata literaria, que en vez de formar una hermosa y perenne laguna para baño y regocijo de los protagonistas, desaparece y es absorbida por las entrañas de la tierra, para que en algún lugar opuesto del globo terráqueo, surjan arrebatas y bonitas vivencias paralelas entre los humanos.
Así es el amor… nómada porque aparece y se esfuma entre lo hermoso de la imposibilidad, para volver a renacer en otros corazones.

Me ha encantado… gracias.

Me encanto, asi como las anteriores …y conste que nunca me da tiempo de leer emails pero desde que lei «Playa publica» …y sobre todo «El retrato de Arturian Grey» ….estoy siempre en espera de la proxima «columna chueca»…saludos y besos a todos los protagonistas de estas columnas…y a ti Marisol me encantaria conocerte y platicar sobre esa noche de copas!!!

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