Por Pedro Lluch
Fotografía en contexto original: mondereversible
Es una bella mujer que no libró su edad, ni siquiera desnuda. De huesos finos, de tez morena y labios carnosos, cara ancha y ojos luminosos, su lacia melena no dejaba entrever los antepasados africanos que su pubis no podía esconder. Pechos y pies pequeños, hablar ligero y besos vaporosos.
Se acercó, se tendió a mi lado y extendió sus dedos para acariciar mi piel –con secreto de mujer, antes había logrado perfumar su escote y en él me hundí. El Ángel de la Reforma seguía enmarcado en la ventana, fuera, en mitad del tráfico de México. Era de madrugada.
Desnuda, se movía como una fiera ciega. Sus miembros iban solos, su boca encontraba aquello que la estaba llamando, su nuca se dejaba morder, sus pechos se ofrecían como hostias oscuras al beso, al lametón desordenado. Cuando el culmen de su placer se derramó, cuando empezó a surgir, chorros y chorros de placer mojándonos con mi sorpresa y mi risa nerviosa, con rictus serio ella, se aferraba a mi espalda y su mano sobre mis dedos pulsaban los más hondos recónditos secretos botones del botón del gozo, y su cadera se agitaba como separada del torso, su rictus serio, como ido, en un orgasmo sin nombre, divino, sagrado, sólo el culo, las piernas abiertas, como boqueando, contraccionándose el vientre, derramándose el placer, mis dedos en su bisectriz, sus manos guiándome, su placer mojándome, sus gemidos a los míos acompasándose, corriéndose, como una fiera, un brazo clavándose en mi espalda, clavado impidiéndome una huida que no deseaba.
Rendida, se puso a llorar. Me abrazó, me besó. Sus lágrimas eran de íntima felicidad. Luego se durmió.
Nos dormimos.
A la mañana siguiente me ofreció su grupa. La monté con un desespero que cabalgó más allá de la distancia que nos separaba, un mar inmenso, doce horas de vuelo, unas pocas horas compartidas.
Entré en ella y me vacié. Todo le di, todo cuanto llevaba, todo el deseo, todo, hasta el final de mí mismo.