por Pedro Lluch
Fotografía en contexto original: webdelhombre
Desde la habitación, el Ángel refulgía, dorado, en mitad de la rotonda, en lo alto de la columna, marcando el centro de la avenida de la Reforma, en México DF. La primera noche lo vi deslumbrante.
La segunda noche había una mujer desnuda, a contraluz, con sólo sus braguitas negras, con sus brazos cubriendo pudorosamente su pecho, y el Ángel a su espalda. Ella había accedido. Con la tercera cerveza, tras los mezcales, tras el pulque y los tacos de huevas de hormiga, tras las risas en las calles del barrio de La Marquesa, tras el abrazo de la mañana y la charla recorriendo la casa-museo de Frida (paredes azules, parques al sol donde indios venidos de los estados del norte ahúman a los nietos de ancianas temerosas de los dioses, tambores y ritos, manzanas endulzadas).
Está desnuda y se acerca a la cama amplia y esponjosa (estamos en el Sheraton María Cristina del DF) donde la espero, apenas vestido, ebrio, sensual, turbio y deseoso. Me mira.
Le dije: Quiero acostarme contigo, me gustas. Eso fue a media tarde.
Por la mañana me había dado un abrazo recién duchado que me embriagó. Luego pasamos el día entero embriagándonos de veras y hablando de blogs, de lite, de política y de historia. Y me hundía y hundía en sus ojos negros de princesa azteca. Me llevó a un galpón perdido en no sé qué colonia, ya era tarde, y allí seguimos bebiendo cerveza y viendo bailar a los lobos del norte, rancheras y sus culitos moviéndose arriba y abajo al ritmo de los metales estridentes, lidiando con el deseo de sus parejas, hombretones charros con sombreros de ranchero y bigotes como de foto en blanco y negro.
Me dijo que sí, luego iremos. Y clavó, con una fiereza africana que yo no sospechaba, su sonrisa en mis labios.