por Marisol Oviaño
Bailando en la ya famosa boda de Cris, me luxé una rótula.
Fui al médico, guardé reposo, me puse hielo… Hice todo lo que me dijo, pero la rodilla no ha vuelto a ser la que era.
Si me rompiera una pierna, por ejemplo, nuestra vida se vería seriamente afectada: soy el único adulto y en nuestra casa no hay ascensor.
Afortunadamente tenemos familia y amigos, pero eso no evitaría que una sandez como la rotura de una pierna descabalara nuestro pequeño universo. Y los niños son muy conscientes de eso. Basta una tos persistente o un día de estómago revuelto, para que revoloteen inquietos a mi alrededor. De modo que, si me duele algo que no sea visible como una cojera, no digo nada. Las poquísimas noches que salgo, me esperan despiertos sea la hora que sea. Cuando aparco el coche debajo de la terraza, casi puedo oír sus suspiros de alivio. No es pequeña presión.
Cada una de las veces que ha vuelto a fallarme la rodilla, se han llevado las manos a la cabeza y me han preguntado cuándo me tocaba ir al médico.
– El lunes.
– Pues dile que te arregle la pierna- dice mi hijo.
Y mi hija, por una vez de acuerdo con su hermano, aporta una sentencia que suena a condena.
– Sí, que tú eres la única que nos cuida. No puedes romperte